Cerca de las nueve y media de la noche Desiderio Cosquez había jugado su mejor gallito, con la mala fortuna de que perdió, pese a que las apuestas lo favorecían al tope máximo. En la gallera El Pico Rojo nadie daba crédito a lo sucedido. Sultán, el mejor gallo de la cochada y de la jornada, fue vencido sin piedad por Camarada, un gallito joven pero con un récord de veinte peleas consecutivas, doce ganadas y ocho perdidas.

El escenario donde se realizan las peleas de gallos es un redondel cercado por una barrera metálica o de madera. Tiene un diámetro no mayor de cuatro metros y una altura hasta de cuarenta centímetros, lo que le permite al gallo que se siente vencido escapar de su contrincante y poner a salvo su vida…, si lo logra. El piso de la gallera es de tierra y debe estar bien nivelado.

Lo que incita a los gallos a pelear es el instinto de territorialidad, pues no soportan la presencia de otro gallo cerca de su entorno, y a muerte lo van a defender. Su poderío combativo lo heredan de la gallina madre y su reflejo en la liza les viene del gallo padre. Cuando un ejemplar de estos guerreros rehúye el combate pone en entredicho la vida de sus progenitores y la de sus descendientes, pues su propietario no perdona la pública afrenta que le infiere su consentido.

El número de peleas depende siempre de la cantidad de retadores. De antemano se casan los turnos y cada gallero le encomienda su bicho al santo o Virgen de su devoción.

Las peleas de gallos que se realizaban el día de Nochebuena terminaban un poco después de las siete, y su número dependía de la cantidad de retadores. Terminados los combates, se festejaba y se bebía por cuenta de los perdedores, hasta que la gallera cerraba sus puertas poco antes de medianoche, cuando la mayoría de los jugadores se iban a sus casas pretextando que infaltablemente debían pasar con los suyos la pascua navideña; los gananciosos, a celebrar y los perdedores, a olvidar su sinsabor.

Ese día Desiderio Cosquez había llegado a la gallera a las cinco de la tarde, procedente de Muzo, Boyacá, justo cuando el circo abría sus puertas, y participó con sus gladiadores emplumados en varias peleas, pero reservó a Sultán para la última contienda. Las apuestas se hicieron, como de costumbre, de viva voz. Mil setecientos millones de pesos era el botín que aspiraba a llevarse Desiderio, suma nada exorbitante en la Pico Rojo, dado que en ocasiones, generalmente en esta tradicional noche decembrina, las apuestas habían llegado a rozar los cinco mil millones de pesos. Esa noche hubo pocos retadores.

Nuestro hombre vino en su avión privado con varios de sus ‘muchachos’, a quienes él llama “colinas”, preci­samente por los varios pequeños cerros o colinas que rodean su lujosa casaquinta en la campiña de Muzo, en cada uno de los cuales habita uno de sus incondicionales servidores, tan hechos a la medida del amo, que cuando este expresaba lo que quería no necesitaba nombrar a quién le correspondía hacerlo, pues cada uno de sus muchachos sabía si la cosa era o no de su competencia. En esta ocasión, dos de estos sus incondicionales car­gaban los maletines donde venía el efectivo, pues en la gallera las apuestas se hacen siempre en dinero contante y sonante y solo en ciertos casos, como en esta historia, se daban excepciones. Los otros portaban los encierros con los gallos.

Ese día, como de costumbre, acompañaba al grupo un veterinario, encargado, entre otras cosas, de velar por que el condumio de los peleoneros estuviese correctamente balanceado para que diesen lo mejor de ellos en su particular destino. Era, por lo demás, este profesional un experto en el pesaje de los animales que van a enfrentarse y en prestarles a los de su patrón la atención necesaria antes y después de la pelea. Debía, además, poder detectar si a los gallos contendores se les había suministrado alguna sustancia que los hiciera inmunes al dolor o más agresivos. Desiderio, pues, no viajaba solo en estas correrías de gallera en gallera.

El Esmeraldero –apodo con que se conocía a Desiderio en el mundillo gallístico–llevaba consigo seis o siete gallos, cada uno en su compartimiento. A más de ellos, por supuesto, cargaba los medicamentos apropiados y aceptados por las asociaciones de galleros para ad­ministrar a sus luchadores; y balanzas digitales para el pesaje, instrumentos de medición y las temibles espuelas de metal para recubrir las de los gallos que lucharían.

Noche de fiesta el veinticuatro. Comida y bebida al piso. Todo lo consumido aquella noche sería a cargo del perdedor de la última pelea.

A medida que los apostadores gritaban sus apuestas, uno de los colinas de Desiderio apuntaba en una libreta el nombre del gallero o del simple aficionado a quien al terminar el duelo se le cobraría o se le pagaría, según la suerte corrida por su pupilo o preferido. Nadie osaba dudar de la seriedad de los apostantes, y mucho menos de la del Esmeraldero.

Las condiciones están dadas. El juez del encuentro verifica que el peso de los dos animales, su altura y adi­tamentos sean equivalentes. Tiempo máximo de pelea: doce minutos. Suena el silbato y ¡a pelear!

Sultán toma la iniciativa y defiende agresivamente su zona. Picotea a su rival, salta sobre él y lo empuja, Camarada se defiende y recibe a Sultán con la cabeza gacha y se deja picotear, pero en cuanto puede lo ataca de igual manera. Los espectadores gritan, y exaltados hasta el paroxismo corren de aquí para allá alrededor del ruedo azuzando a su preferido. Los ánimos están encendidos. Hay licor, cigarrillos y billetes en las manos de los concurrentes.

Los dueños del retador y del retado están nerviosos, sudan y se retuercen las manos. Han trascurrido tan solo siete minutos y los dos rivales sangran copiosamente. En un momento dado sucede lo impensable: cae Sultán, y el alarido de los espectadores hace temblar el recinto. Camarada salta sobre su víctima y le entierra la espuela en la raíz del cuello. Pero, increíblemente, Sultán reacciona, se levanta furioso y se eleva para caer sobre su verdugo, que ya alza el vuelo para recibirlo en el aire y rematarlo; lo picotea cerca del ojo izquierdo y finalmente le clava en el abdomen cerca de una pulgada de la acerada espuela, con lo cual Sultán va a dar al piso y aun allí aletea furioso en su agonía.

La pelea ha terminado. El veterinario entra al ruedo cabizbajo y recoge a Sultán, al tiempo que el juez declara ganador a Camarada. Desiderio está de una pieza: le cuesta hacerse a la idea de que ha perdido. Toma el celular y hace una corta llamada; luego les comunica a todos los ganadores que el dinero para el pago viene en camino y llegará antes de medianoche. Y, sacudiéndose de su marasmo, con un tinte de voz forzadamente alegre invita a todos a comer y a beber por su cuenta, lo que rubrica con un rotundo “¡palabra de gallero!”. Mientras se prende el jolgorio, se retira a un rincón y casi entre dientes le pregunta a uno de sus validos:

–Colina, ¿cuánto hemos perdido?

–Mil setecientos millones, señor –responde el aludido, y aclara–: Con lo que tenemos no nos alcanza para pagar las deudas y cubrir los gastos de la gallera.

–No se preocupe, mijo, que no es el fin del mundo –lo consuela el patrón, dándole unas palmaditas en la espalda–. El próximo año regresamos por la revancha. Dígale al doctor que no deje morir a Sultán, así no lo volvamos a pelear.

Antes de las once y media de la noche, cuando la farra estaba declinando, entró a la gallera un hombre quizá de ochenta años, y preguntó a nadie en específico:

–¿Es que esta noche no hay más peleas?

Bajo el brazo izquierdo cargaba un gallo algo des­plumado que daba la impresión de estar muerto, pues la cabeza le colgaba de una forma peculiar; pero tenía los ojos entreabiertos. Su intención era probar su gallo esa noche. Uno de los colinas le informó al Esmeraldero que había llegado un retador, y en pocas palabras le describió la lástima que traslucían el personaje y su animal.

–Vamos a ver de quién se trata –dijo Desiderio.

Aquel gallero de última hora anunció que tenía suficiente dinero para apostar, y habló con el empresario para que le concertara un desafío con cualquier gallero. Estaba muy optimista y se excusó por llegar tan tarde, aduciendo que vivía muy lejos. Eso sí, fue enfático en afirmar que no se iría sin pelear su gallo.

Extrañamente, Desiderio vio no sé qué en el animal, que le gustó, y lo tramó la seguridad que traslucía su dueño, por lo que le dijo al colina que le ofreciera veinte millones por el ejemplar.

–No he venido aquí para venderlo –aseguró el sujeto. Sin embargo, tras callar unos segundos propuso al mandadero–: Está bien. Se lo doy por treinta millones.

El colina volvió con su amo y le comentó la con­trapropuesta del viejo. Desiderio aceptó, y el colina entregó la plata al hombre y fue con el extraño animal donde su amo. Desiderio tomó al desgonzado gallo, se levantó de la mesa y con el animal en alto y tono soberbio retó a los presentes:

–¡Juego este gallo a la tapada! ¡Si gano, ustedes me pagan lo que yo les debo, y si pierdo, les pago a cada uno el doble de la deuda!

–Patrón –le dijo el colina con cautela: ¿Usted sí es consciente de lo que propone? Ahora son tres mil cuatrocientos millones de pesos lo que está en juego.

–No se preocupe, colina –replicó Desiderio con voz firme–. Yo sé que nos va a ir bien.

El reto lo aceptó el ducho gallero Eliécer Maldonado, quien fue por Rumichaco, un gallo de peso y tamaño similares a los de Salvador, nombre que le dio Desiderio a su nueva adquisición.

–Pelea casada a doce minutos –anunció el juez.

Eliécer colocó a Rumichaco en el piso de la gallera y el colina hizo lo propio con Salvador. Desiderio, de pies al lado de su hombre, no separaba sus ojos del animal. Tras sonar el silbato, Rumichaco se fue con todo contra su oponente.

Los dos luchadores se defendían y atacaban con ahínco. Todos los espectadores, que se la habían jugado por Rumichaco, alentaban a su héroe, y Desiderio y los suyos no le perdían ojo a su desplumado avechucho. En lo más álgido de la pelea, cuando la ventaja de Rumichaco era evidente, Desiderio preguntó a su veterinario por el estado de Sultán.

–Se repondrá –le aseguró el hombre–. Unos meses de descanso y una buena dieta y lo volvemos a sacar.

La expresión de satisfacción en la cara de Desiderio pareció contagiar a Salvador, quien en ese preciso instante asestó tan tremendo picotazo a su rival que este cayó en la arena con el ojo afuera y ahogado por la sangre que trataba de quitarse compulsivamente sacudiendo el pescuezo. Allí, inmóvil y jadeante, lo remató Salvador con la espuela. La pelea había terminado.

En esa jornada gallera de tan insólitos sucesos, ahora todos los apostadores tendrían que pagarle a Desiderio.

–Muchachos –dijo el Esmeraldero a sus deudores en tono condescendiente–: Mañana es veinticinco de diciembre. Les doy plazo para pagarme hasta el me­diodía –y con socarronería agregó–: No se preocupen por la cuenta del consumo, que yo pago. –Dicho esto, se desentendió de todo y de todos y dijo a su asistente–: Colina, acompañe al anciano adonde se esté quedando, pues es peligroso que vaya solo con tanto dinero…, y regálele algo más –añadió, agradecido–. Ese hombre fue nuestra salvación. –Ambos se disponían a marcharse, cuando los detuvo para advertirle al colina–: Ah, y dígale al médico que ni Sultán ni Salvador volverán a pelear. Vamos a dejar los dos gallos para reproducción. Se lo merecen.

–Patrón –dijo por teléfono el colina a Desiderio–: Estamos en la casa de don Amador –así llamaba el viejo–. Es tan pobre como todo el barrio. Me presentó a su mujer, una anciana como él. –Y aclaró en seguida–: Bueno, donde viven es realmente solo una pieza con un fogón de petróleo encima de una mesa, una cama estrecha con un colchón raído y sucio y un par de asientos de mimbre. Hay también un escaparate, y de una repisa de madera con un platero lleno de tazas y platos cuelgan unas ollas. Al fondo hay una puerta que deja ver un patiecito.

–Pregúntele en cuánto nos vende su casa y páguele lo que pida –fue la respuesta de Desiderio, quien calló un instante, recapacitó y luego decidió–: Espere, colina. He pensado algo mejor. Dígale a los dos que yo quiero que vengan con nosotros a Boyacá y pasen con nosotros el resto de sus días en una vivienda digna, con todos sus gastos por cuenta nuestra. Que recojan lo que quieran llevar; pero tráigalos con usted.

La línea telefónica permaneció en silencio largo rato, con la comunicación abierta entre el colina y su amo. Al cabo, aquel habló:

–Dicen que sí, patrón, pero que los recojamos mañana, pues quieren despedirse del barrio y de los vecinos.

–Está bien –convino Desiderio–. Me parece correcto. Usted regrese, y mañana iremos por ellos.

Entre las ocho y las once de la mañana de aquel veinticinco de diciembre fueron llegando todos los galleros a pagar lo suyo a Desiderio. La mayoría, como se acostumbraba, lo hicieron en dinero contante y so­nante, pero unos pocos llevaban para el efecto alhajas, escrituras de inmuebles, títulos de propiedad de esto y aquello, certificados de depósito a término indefinido…, todo lo que lo ameritaba, debidamente endosado. Uno de los colinas anotaba las cifras y los otros guardaban debidamente lo recibido.

Pasada la una de la tarde, Desiderio y sus colinas fueron por Amador y su mujer, pero al llegar al lugar en donde según el colina que había acompañado al viejo debería de estar la casa, se encontraron solo con una pared. Al ser inquirido el individuo, juró por su madre que tal era el sitio donde trajo al anciano. Interrogados los vecinos, aseguraron que allí, hasta cuando recordaban, siempre había estado tal pared. Por lo demás, afirmaron que de entre ellos nunca habían sabido de un tal Amador y su mujer. Tras aquella tapia solo existía un lote baldío.

Comentaron los vecinos, eso sí, que muchos se ha­bían extrañado al ver en la madrugada varios autos estacionados frente a la tal pared, y al parecer hablaban con alguien desde los vehículos. En un principio los humildes vecinos supusieron que sus ocupantes estaban borrachos o drogados; luego, alguno insinuó que iban a hacer algo raro o a matar a alguien y dejarlo allí tirado; y no faltó quien especuló que se trataba de gente de la ley que algo investigaba. Finalmente, Desiderio, sumido en profundos pensamientos, se retiró con su gente, y ya en camino de regreso declaró:

–No cabe duda, muchachos. Fuimos protegidos por los espíritus de las minas de esmeraldas que nos han dado todo lo que tenemos, y hasta aquí llegaron para velar por nosotros. –Los otros asintieron simplemente, y Desiderio agregó más para sí–: Primero lo de aquel maltrecho gallo convertido en un tigre, y ahora esto… –Sacudió la cabeza como para dar por zanjado el misterio, y con tono entusiasta ordenó–: ¡Al aeropuerto, muchachos! Nos vamos a casa.

–Patrón –habló entonces uno de los colinas–: Recostado en la pared estaba el maletín donde le empacamos los treinta y cinco millones que le pagamos al señor por Salvador.

Las palabras del joven conmocionaron a Desiderio, quien con un dejo de sospecha confrontó a su ayudante:

–Dígame la verdad, colina. ¿Salvador y todo lo que sucedió fue cierto?

Carlos A. Hurtado D.