En Colombia, desde que sus alcaldes son elegidos, la mayoría resultan malos por carecer de los conocimientos y experiencias necesarios, lo que les impide asesorarse bien y nombrar funcionarios idóneos para realizar sus propuestas dentro de una planificación a largo plazo; y al mismo tiempo educar a sus habitantes. O son oportunistas o corruptos que compran su elección a los igualmente corruptos e ignorantes que venden su voto o “emprendedores” que cambian el voto de sus empleados por un contrato, ante la irresponsabilidad de cerca de la mitad de los que usualmente se abstienen de votar, porque para qué si todo sigue igual.
Pero por supuesto que en muchas ciudades y pueblos en el país, que crecen muy rápido, nada sigue igual sino peor: más problemas económicos y sociales, más inseguridad, peor movilidad, mal comportamiento en los espacios urbanos públicos, carencia de equipamiento urbano adecuado, más destrucción del patrimonio construido y de los paisajes circundantes, y cada vez menos control sobre su urbanismo, paisajismo y arquitectura, e insuficiencia de información a los habitantes de las ciudades y pueblos al respecto de estos temas, y del papel que responsablemente cada uno de ellos debe jugar de frente al cambio climático.
El problema por supuesto es de orden político, y hay que partir de la definición de alcalde del DLE, que dice claramente que se trata de una “autoridad municipal que preside un ayuntamiento y que ejecuta los acuerdos de esta corporación, sin perjuicio de sus potestades propias” pero en Colombia no presiden los Consejos Municipales ni estos controlan efectivamente a los alcaldes. Y, por otro lado, a los candidatos a las alcaldías no se le exigen los conocimientos y experiencias mencionados antes, ni cómo piensan que sus propuestas, muchas irrealizables en tan solo cuatro años, puedan continuarse después y no se abandonen.
Gobernar es dirigir con autoridad una colectividad política, en este caso una ciudad o un pueblo, entendiendo dicha autoridad como el prestigio y crédito que se le reconoce a un candidato a alcalde por su legitimidad, calidad, competencia y experiencia en materia de ciudades; y hacerlo con ética y sin corrupción y con el propósito de convertir sus habitantes en urbanitas, es decir personas acomodadas a los usos, costumbres y tradiciones de su hábitat urbano, y con los conocimientos y experiencias pertinentes que les permita intervenir razonablemente en los asuntos públicos con su opinión, su respaldo y su voto.
Pero para lograr mejores alcaldes es preciso contar con ciudadanos educados cívica y políticamente, lo que no suele ser propuesto por la mayoría de los candidatos, pese a que cuando se ha llevado a cabo ha sido un éxito. Una educación ciudadana que permitiría la reelección consecutiva de los alcaldes para que los más buenos puedan darle continuidad a sus iniciativas; y que entonces la elección de los concejales pase a ser un asunto prioritario y a favor de gobiernos parlamentarios. Aunque “reconocer” se lee lo mismo en los dos sentidos, hay que reconocer que si bien los ciudadanos llevan a la ciudad, esta los debe transformar en urbanitas.
Arquitecto de la Universidad de los Andes con maestría en historia de la Universidad del Valle y especializaciones en la San Buenaventura. Ha sido docente en los Andes y en su Taller Internacional de Cartagena; en Cali en Univalle, la San Buenaventura y la Javeriana, en Armenia en La Gran Colombia, en el ISAD en Chihuahua, y continua siéndolo en la Escuela de arquitectura y diseño, Isthmus, en Panamá. Miembro de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, la Sociedad de Mejoras Públicas de Cali y la Fundación Salmona. Escribe en El País desde 1998, y en Caliescribe.com desde 2011.