El primer día de la semana nos trae siempre el recuerdo de la Pascua, la obra de Dios que sigue actuando en nosotros y en la humanidad, y que nos invita a sentirnos protagonistas, pueblo en camino de crecimiento y salvación. El bautismo que un día recibimos y que nos incorporó a Cristo, nos impulsa a unirnos más íntimamente a Él y a tomar conciencia de la fe que se nos ha dado como un don. No es un recuerdo o una rutina que va perdiendo fuerza y sentido, o que se queda en el cumplimiento superficial. Dios quiere que vivamos en plenitud la vida y que nos sintamos felices por hacer del Evangelio y del seguimiento a Jesús el núcleo de nuestra existencia.
La liturgia de este día nos invita a abrir los oídos para escuchar y acoger la Palabra (el pueblo de Israel era consciente de que la fe llegaba por el oído); pero también a pronunciar con los labios y con acciones la riqueza de nuestra fe. Este doble e inseparable movimiento, de acogida interior y de anuncio a los demás, configura nuestra vida como discípulos. ¡La Buena Noticia, recibida y contagiada a otros, sigue teniendo fuerza y fuego!
A nuestro alrededor se multiplican las malas noticias. No es nada nuevo, pero nos vamos acostumbrando a ello, y se debilita la esperanza, la confianza en la humanidad y la certeza de que Dios lo ha creado todo, y a todos, por amor. Se resquebraja la comunicación en todos los ambientes, y crecen las sospechas, el individualismo y las relaciones desde detrás de la pantalla. Por eso, necesitamos en este domingo escuchar a Jesús pronunciar la palabra que nos sana: “Ábrete” (Mc 7,34), y permitir que sea Él quien toque nuestros oídos, sane nuestra lengua, y nos permita sentirnos personas y creyentes en comunicación y diálogo con este mundo.
DOMINGO 23DEL T. O. – 8 DESEPTIEMBRE
LECTURAS:
Lectura del Lectura del libro de Isaías 35, 4-7ª:” Decid a los inquietos: «Sed fuertes, no temáis. ¡He aquí vuestro Dios! lega el desquite, la retribución de Dios….”
Salmo 145, R/. Alaba, alma mía, al Señor
Lectura de la carta del apóstol Santiago 2, 1-5:”Hermanos míos, no mezcléis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con la acepción de personas…”
Lectura del santo Evangelio según san Marcos 7, 31-37 :”… Y mirando al cielo, suspiró y le dijo:..«Effetá» (esto es, «ábrete»)…”
Reflexión del Evangelio de hoy
Él viene en persona y os salva (Is 35,4)
El gran Isaías pronuncia esta palabra de esperanza en un momento de mucha dificultad e incertidumbre: cuando Israel, esclavo, se siente cobarde, ciego, sordo, paralítico y mudo. Cuando ha dejado de ser pueblo y ha perdido todas sus expectativas. ¿Alguna vez nos hemos encontrado también así? Se notan dejados de Dios, y piensan que ha huido de ellos a causa de sus propias culpas; pero también se experimentan alejados los unos de los otros… Las circunstancias les han encerrado, pero ellos deciden bloquearse aún más. Es una actitud de aparente defensa que termina haciendo daño. El profeta anuncia ahí lo imposible: aquí está Dios, viene en persona con el único fin de salvar… Cuando todo parece hundirse a nuestro alrededor, necesitamos escuchar y sentir que este es el momento de Dios. Que Él nos quiere vivos, humanos, dignos, tan grandes como nos ha creado. Las situaciones dramáticas con las que nos toca convivir y que nos empequeñecen no tienen la última palabra en nuestra historia: Dios viene en persona para salvarnos.
Acoger a los que están en desventaja
En el exilio Israel se disgrega. Es lo cómodo: crearse enemigos cuando la situación es dura termina complicándolo todo aún más. ¡Sabemos de lo que hablamos en este mundo de fronteras y sospechas! De tal forma es así que también la primera comunidad cristiana (como quizá las nuestras) se queja de unas diferencias que separan y ocultan la vocación a la unidad. La Iglesia debería hacerse experta en romper barreras que apartan y clasifican, y todos los creyentes tendríamos que hacer el compromiso de esforzarnos por integrar, acoger y cuidar con ternura a quienes están en situación de desventaja. Hoy la pobreza a la que alude el texto es excesivamente amplia, y no se queda en lo económico o social: quizá los que piensan diferente, hablan otra lengua, se sienten en los márgenes morales o han metido la pata de mil formas… Ellos son nuestros hermanos y como tal deben ser tratados y acogidos en esta familia en la que hay un lugar para todos.
En la tierra de los diferentes, recuperar el don del encuentro
Así empieza el texto del evangelio de Marcos: situando a Jesús en la frontera, fuera del espacio “religioso” de Israel. En la Decápolis no hay, aparentemente, sitio para Dios. Sin embargo, el evangelista deja claro que Jesús se mueve en los márgenes de lo religioso, donde hay otras mentalidades… Pero también están las mismas necesidades, igual sed de vida, dignidad y trascendencia. En estas Decápolis nuestras de lo diverso hay hermanos, no enemigos. Esa es la actitud para moverse entre los diferentes: todos nos podemos enriquecer si dejamos de lado prejuicios y sospechas. Jesús, el Maestro de los encuentros, nos enseña a acoger sin juzgar, a acercarnos, a tocar, a hacer procesos de fraternidad, a sentirnos vecinos que se necesitan y se ayudan. El trato humano es signo de Evangelio y premisa privilegiada de evangelización.
Renovar el regalo del bautismo
Todo el relato de Marcos parece evocar este sacramento con el que iniciamos nuestra fe. También nosotros, en el espacio de la no-fe (la tierra extranjera) hemos sido conducidos por otros a Jesús, y a Él nos han llevado para sentirlo “a solas”, cara a cara. Jesús nos ha tocado, permitiéndonos escuchar su Palabra en intimidad y haciéndonos testigos de ella con nuestros labios. Él nos ha “abierto” al Evangelio, y nos ha dado -como al protagonista del texto- la capacidad de ser criaturas nuevas que siguen sus pasos, en pie y con una vida plena, que no pueden callar la gloria de Dios. ¡Esta es nuestra propia historia! Volver a la Eucaristía es renovarla en profundidad y con sentido, haciéndonos conscientes de que somos creyentes en un proceso inacabado y siempre nuevo, en el que Dios es protagonista y nosotros responsables de vivirlo con seriedad.
Escuchar y hablar se dan la mano
Hay cristianos sordos: son aquellos que repiten en su interior “lo de siempre”, lo que aprendieron y que va perdiendo la fuerza del Espíritu. Cerraron sus oídos y a veces se tienen por expertos en la Palabra, sin sentir que Jesús les sigue llamando en lo nuevo. Viven ensimismados y en continua autorreferencialidad… Y hay cristianos mudos: que por miedo o por falta de confianza, o porque nunca se sienten preparados, jamás han pronunciado el nombre de Jesús a otros, ni han contado su experiencia de salvación; cumplen, rezan, viven los mandamientos y leen la Biblia: pero renuncian a ser testigos… La fe tiene ese doble dinamismo que la nutre: estamos abiertos a Dios en su Palabra y en los signos de los tiempos, pero a la vez hablamos, con los labios y las obras, de lo que el Señor hace en nosotros. ¡Lo uno lleva a lo otro!
¿Somos conscientes de la grandeza del bautismo y de la fe que profesamos? ¿Somos personas de fraternidad y esperanza, de encuentros sanadores y sin prejuicios? ¿Sabemos acompasar la fe recibida con el testimonio que damos?