Una serie de robos tenía azotada a la comunidad del barrio La Esperanza, y los malhechores se habían cebado en la iglesia del Cristo Colgado. La iglesia había costado lágrimas de sangre a los vecinos del barrio, que a punta de quermeses dominicales con bingo, empanadas, tamales y chanpú, reunieron inicialmente los fondos para comprar el terreno donde se levantaría el templo y posteriormente, mes a mes, acudiendo al mismo sistema, financiaron las obras de arquitectura y acabados y dotaron a la casa de Dios de una elaborada ornamentación digna del Altísimo. Finalmente, las ventanas se cubrieron con modestos pero vistosos vitrales y se colocaron las bancas.

Por mucho tiempo se ofició la misa en el altar presidido por una cruz de guadua muy bien elaborada y un cristo crucificado labrado en guadua verde. Pero siempre se pensó que con el tiempo se haría tallar un Cristo en madera de ébano, que daría a la iglesia un toque de mayor dignidad. El diseño de este Cristo, opinaron los fieles, debía ser totalmente original… ¡y vaya que lo fue! Sería bautizado como el Cristo Colgado. Un ebanista hermano de una vecina de nacionalidad ecuatoriana, insinuó que la imagen podría ser trabajada en San Antonio de Ibarra, noble ciudad del vecino país en donde ejercen su arte los mejores talladores del Ecuador, verdaderos maestros en su oficio.

El resultado del trabajo del irreverente artífice fue un Cristo surrealista que subvertía el canon milenario que representaba la efigie del Nazareno crucificado. Su escuálida y desmadejada figura, aunque adosada a la cruz, no estaba clavada al madero. Sus manos caían flácidas a sus costados y los desgonzados pies, uno sobre otro, no estaban traspasados por el hierro. El Cristo pendía de la cruz merced a un gancho incrustado en el madero, que se prendía a una argolla fijada en la espalda de la estatua a la altura del cuello. La divina cabeza, coronada de espinas, se mostraba ladeada y gacha hacia la derecha. Esta inusual concepción del Rey de Reyes causó gran revuelo entre los fieles y no fue en principio muy del agrado del cura párroco. Pero, calmados los ánimos, se aprobó porque, a decir verdad, el aura de dolor y sacrificio que emanaba de la figura del Redentor en tan inusual pose suscitaba en los devotos mayores emociones que las que derivaban de la representación ancestral de los últimos momentos del Maestro. Y no faltó alguno de ellos que, con aires de suficiencia, hizo la observación de que más o menos así lo mostraba El Descendimiento, famosa pintura de uno de los grandes del Renacimiento cuyo nombre había olvidado. Otro insinuó, pragmáticamente, que el sistema que fijaba la efigie al madero permitiría descolgar al Señor para sacarlo en las procesiones yacente bajo palio en un lecho púrpura, sin el engorroso acompañamiento de la pesada cruz de tres metros de altura.

El arquitecto que diseñó la iglesia y dirigió los trabajos, fue consultado para que se ideara un mecanismo que permitiera descender de la cruz al Cristo solo o con su cruz. El hombre se ideó entonces un malacate con una serie de poleas que al accionar una manila lograba hacer tal cosa, y ocultó el artilugio bajo el mesón del altar. Las partes pudendas del Cristo estaban cubiertas por un minúsculo pedazo de tela, y en las noches se tapaba la figura toda con una amplia túnica blanca.

Como se mencionó, los dueños de lo ajeno ya habían entrado a la iglesia de noche, y no una sino cuatro veces, y se habían alzado con muchas cosas de valor.

Eran vísperas de diciembre. El cura, de común acuer­do con sus feligreses, había planeado celebrar aquel domingo con un plato navideño para conseguir fondos tanto para reponer lo robado, como para reforzar la seguridad del templo en sus puntos de acceso e incluso instalar algunas cámaras de televisión que monitorearan el sagrado recinto día y noche, para evitar que los malevos continuaran haciendo de las suyas.

El día señalado, a la hora de la misa del mediodía, antes del convite, virtualmente todo el barrio abarrotaba la iglesia. Terminado el sermón, el cura hizo alusión a los robos de que había sido objeto el templo y anotó que muy probablemente los pillos estarían perpetrando otro para los días decembrinos. Recabó entonces la generosidad de todos los vecinos para evitar que tal cosa sucediera; generosidad manifestada no solo en metálico, aclaró el padre, sino en su voluntaria colaboración personal para que hicieran rondas en las noches para cuidar la iglesia.

Ante este pedimento, uno de los vecinos, poniéndose de pies y dirigiéndose al curita, que se hallaba en el púlpito, habló en voz alta para que todos lo oyeran. Comenzó recordándoles que a veces, como ellos sabían, asistía a los oficios religiosos un hombre muy parecido al Señor Colgado, tanto en estatura y contextura como en cabeza, pelo y barba. A continuación, propuso que se hablase con él para pedirle que por aquellos días hiciera la ronda en el interior de la iglesia. Los vecinos asintieron, y el hombre, animado con su idea, planteó que había pensado en una forma diabólica para dar a los malandrines una lección que nunca olvidarían: bajar el Cristo y luego convencer al vecino aquel para que ocupase su lugar recostado en el madero, convenientemente sujeto y puestos los pies sobre un parapeto a unos cuantos centímetros del suelo, y desde allí vigilase si a alguien le daba por entrar.

Dicho y hecho. Un día de semana citaron al hombre en la sacristía y lo enteraron del plan en que sería pro­tagonista. Juan Clemencio –que así llamaba el vecino– aceptó sacrificarse por la comunidad, pero objetó en seguida la estrategia, alegando que así le sería imposible bajarse prontamente si entraba un ladrón. En subsidio, propuso que bajaran el Cristo y lo guardaran en la sa­cristía, y que él se cubriría con su blanca túnica, algo lejanamente cercano a lo que vestía el Salvador en sus días terrenos, y haría rondas por el templo durante toda la noche. Pidió, además, un gran zurriago para defenderse de los ladrones si osaban atacarlo.

Juan Clemencio asumió, pues, con la mejor disposición sus funciones de cancerbero oficioso de la iglesia del Cristo Colgado. En su tercera jornada de guardia, ya bien cerrada la noche, oyó que trataban de forzar la chapa de la puerta principal. Juan esperó expectante, apretando fuerte el zurriago. A poco de bregar con la chapa, esta cedió y entraron dos ladrones que sin mayor cautela se dirigieron a la sacristía, donde se guardaban los pocos objetos de valor que aún quedaban luego de su pasada incursión. Juan, agazapado tras una columna, los esperó a que salieran, y en cuanto lo hicieron se plantó delante de ellos, para hacer más efecticta su intervención.

Los malandrines –ovejas negras del barrio– quedaron estupefactos al ver aquella figura zurriago en mano, cubierta con la misma túnica con la que habían visto más de una vez al Cristo Colgado, y de facciones que en aquella penumbra se les semejaron idénticas a las del Señor. Juan gozó por unos instantes del éxito de su irreverente actuación; solo por unos instantes, porque en seguida los encendió a fuetazos. Ellos, más asustados que adoloridos, no dudaron un segundo en que quien tan duro les daba era el Nazareno, y no osaron reaccionar por largos minutos, hasta que al fin, mirándose uno al otro, decidieron huir de la ira divina a como diera lugar.

El Señor los correteó por toda la iglesia, él ahogando su sofoco –lo que no era digno del Eterno– y las sabandijas chillando. Y cuando les daba alcance les caía encima zurriago ventiado. Luego de aquel infernal corre y lleve, los maleantes se detuvieron, se postraron de rodillas y le imploraron al Todopoderoso –y bien que lo parecía– que no los castigara más, que ellos se comprometían a devolver lo robado, ya que por ser cosas sagradas les había sido imposible negociarlas. El Señor fue benévolo, y tras un par de zurriagazos finales los dejó ir; eso sí, advirtiéndoles con el zurriago en alto lo que les pasaría si faltaban a su palabra.

Cuando los ladronzuelos alcanzaron la puerta del templo salieron despavoridos; pero ya el bullicio había despertado a la comunidad, que alertó a la Policía y fueron capturados.

“¡Gracias, Dios mío, gracias por ser ustedes! –gritaban de rodillas los pillos a los agentes que los miraban extrañados creyendo que deliraban–. ¡Gracias, señores policías! ¡Sálvennos! El mismo Señor nos castigó; miren lo que nos hizo –y mostraban las profundas y sangrantes heridas en la espalda, los brazos y las piernas, infligidas por el divino zurriago–. ¡Es lo más espantoso que nos ha pasado en la vida! –Y no cesaban de repetir como una letanía–: ¡El Señor nos castigó! ¡El Señor nos castigó!”.

En el lastimoso estado en que se encontraban los pillos, los agentes decidieron llevarlos primero a una sala de urgencias médicas, y luego de que se les tratara, conducirlos a la Comisaría. El médico de guardia que los atendió quedó sorprendido por lo que a viva voz juraban ser cierto los dos hombres. Y ni él ni ninguno en la sala daba crédito a las atropelladas palabras de dos vulgares ladrones que repetían una y otra vez que fueron enjuiciados por el mismo Señor Jesucristo dentro de la iglesia…, y que confesaban que les estaba bien merecido.

A la mañana siguiente, la prensa hablada y escrita llegó hasta la iglesia del Señor Colgado, en donde el padre Venancio daba las declaraciones de rigor y expresaba finalmente, con beatífico acento, juntando sus manos en actitud de orar y elevando los ojos al cielo:

–¡No me explico por qué estos ladrones dicen que el Señor Colgado los castigó! ¡O es un milagro o estos pobres hombres están locos o drogados!

Esa misma mañana, Juan Clemencio visitó la pelu­quería y se hizo cortar el cabello y la barba, para evitar posibles suspicacias. Y siguiendo los consejos del padre- cito, se abstuvo de asistir por varias semanas a los oficios religiosos.

Pero la cosa no quedó ahí. La conmoción que sus­citó el episodio en toda la comarca, luego en el país y finalmente en el exterior, atrajo una impresionante romería de gentes de todas las latitudes, que anhelaban honrar y adorar al Señor Colgado, que defendió Su casa contra quienes osaron profanarla y hurtar sus tesoros religiosos. El desbordado flujo de turistas robusteció en un santiamén las arcas de la iglesita, para satisfacción del padre Venancio y de la feligresía vernácula, pues dio para remodelar y redecorar el sagrado recinto con valiosos ornamentos y fortalecer las obras pías de la parroquia. Y de contera, la economía de la región creció aceleradamente.

Por mucho tiempo acosó al padre Venancio un fastidioso diablillo, lo que obligaba al levita a pedir per­dón al Señor todos los días por el truculento tinglado que habían armado con las más nobles intenciones, sin saber la bola de nieve en que se convertiría. Pero finalmente se sintió absuelto por el Padre celestial, que debería de haber aceptado que todo ello fue por Su mayor gloria al ver cómo se montaba el moderno circuito de cámaras de vigilancia en todo el sector y la comunidad de La Esperanza recobraba la perdida calma.

En una de las celdas de una cárcel local se escuchó un día la siguiente conversación:

–Parne, parne. ¿Chuchito Colgado tiene la cabeza inclinada hacia el lado derecho o hacia el izquierdo?

–Yo no sé, parne; pero lo que es yo, no vuelvo a entrar en otra iglesia. ¿Qué tal que nos salga otro hermano de Chuchito y también nos encienda a fuete? ¡Se lo juro: si yo vuelvo a una iglesia es a rezar!

Carlos A. Hurtado D.