No ajustaba yo los dieciocho años el día que a pedido de mi tío Eleuterio me alistaba para acompañarlo temprano en la mañana a la plaza principal del pueblo, donde estaba citado con los hermanos Augusto y César Cárdenas y con don Eloy Casas. Los Cárdenas estaban en plan de comprar una vasta extensión de tierra propiedad de don Eloy, en cercanías del río Tapioca.
–¿Estás listo, sobrino? –me preguntó mi tío.
–Sí, tío. Ya estoy listo.
–Perfecto, sobrino –aprobó, y para corroborar que en verdad sabía yo para qué estaba listo, me preguntó una vez más adónde iríamos temprano.
–A la plaza, tío, donde nos esperan los Cárdenas y don Eloy.
–Perfecto, Fabio. Allí tomaremos un vehículo que nos llevará por la carretera de Quebradaseca hasta la Serranía del Tapete. A lomo de las bestias que nos esperan ahí, bordearemos el río Tapioca por la margen izquierda hasta el paso de la Serpiente, desde donde empezaremos a subir loma hasta las tierras de don Eloy.
–Eso parece lejos –opiné, y pregunté a mi tío, camino a la plaza–: ¿Vos ya fuiste por allá?
–No he ido, Fabio, pero como delegado de la Notaría debo hacer la diligencia previa de reconocimiento de las tierras que se van a negociar, y ya que habrá que volver en unos días para protocolizar la entrega, la idea es que conozcás el camino para que vayás ese día en nombre de la Notaría. Así me evito el viaje.
–¡Listo, tío! ¡Voy por esa!
Un chocolate aguado endulzado con panela y un trozo de pan fue lo único que nos llevamos a la boca a las cuatro de la mañana, a pesar de que la jornada sería muy larga. En el paso de la Serpiente –me aseguró Eleuterio–, en la tienda de Roque tomaremos algo más abundante.
En la plaza nos esperaba un jeep de chasís largo. Al lado del conductor estaba don Eloy, y atrás los hermanos Cardona, a cuyo lado nos sentamos nosotros. Era una mañana de octubre muy fría.
Mi tío me presentó como su sobrino. Don Eloy tomó un poncho que extrajo de una bolsa y me lo pasó, al tiempo que me decía en tono cordial:
–Póngaselo, muchacho, que está haciendo mucho frío. No se vaya a resfriar.
El vehículo se puso en marcha. A poco de haber dejado el pueblo, don Eloy, volviendo a medias la cabeza, dijo, dirigiéndose a mi tío:
–¿Sabés, Eleuterio…? Tu hermana Sofía, la mamá de este muchacho, fue novia mía hace bastante tiempo. ¡Qué gran mujer! ¡Cómo nos quisimos! Si a tu papá no le hubiera dado el berrinche de casarla con Nicomedes, yo sería tu cuñado y Fabio mi hijo, quien estaría hoy a cargo de mis tierras en el Tapioca y a punto de vender parte de ellas. Pero así es la vida –filosofó–. Uno siempre desea lo mejor para los hijos.
–Así que usted es don Eloy Romero –tercié yo–. Mamá me habló de usted muchas veces. Una noche, poco antes de morir, me contó una bella historia relacionada con usted, y me dijo que quizá algún día lo conocería… Y vea cómo son las cosas.
–Poco después de morir tu madre, Fabio, supe lo que sucedió aquel día, cuando el nacimiento de tu hermanito se adelantó –confesó don Eloy–. Nicomedes, tu padre, estaba por fuera. Tu madre, sola en casa, postrada en cama, clamaba por ayuda. Los vecinos acudieron, pero tardaron en entrar porque la puerta estaba trancada por dentro y tuvieron que derribarla. Alguno fue por el médico, quien encontró a tu mamá muy delicada. El niño ya había nacido, pero Sofía no aguantó y a los días murió. A Nicomedes le dio muy duro, porque adoraba a tu madre. –Calló unos segundos, y agregó–: Si nos quedamos esta noche donde Roque ya tendremos tiempo para que me contés algo de esa historia que te narró tu mamá.
Ya despuntaba el día, y el recorrido se me había hecho corto por la conversación. Solo Juan, el conductor del jeep, y los Cárdenas habían estado pendientes del sinuoso trayecto por la destapada carretera que bordeaba peligrosos despeñaderos. Nadie se explica el porqué se dio el nombre de Quebradaseca a esa región, si todas las quebradas que pontea la carretera son verdaderos torrentes.
–Desde aquella curva ya se ve el río –nos informó don Eloy, y volviéndose al conductor le preguntó–: ¿Estás seguro, ¿Juan, de que allí estarán las bestias?
–Tranquilo, don Eloy –repuso el hombre–. Allí deben de estar.
–Ojalá, Juan, ojalá… –replicó don Eloy–. Es que con este condenado tiempo tan lluvioso cualquier cosa puede pasar.
Las bestias estaban en el lugar indicado. Don Eloy, pese a su corpulencia, montó ágilmente en su cabalgadura. No se le quedaron atrás mi tío y Augusto y César, los hermanos Cárdenas. El más inexperto era yo, y la cosa me dio cierta brega. El conductor del jeep se quedó al lado del vehículo, con uno de los palafreneros.
–Creo que estaremos de vuelta a eso de las cinco –dijo don Eloy a sus hombres.
En ese paraje el río es caudaloso, pero en cierto trayecto hay un remanso y se forma una playa: es el paso de la Serpiente. A partir de allí empieza la verdadera faena de subir la loma que se conoce como la Serranía del Tapete, por la variedad de tramos de diversos verdes que la cubren. En ese punto, al lado del río, la tienda de Roque prestaba el servicio de fonda, y cuando a los viajeros los cogía la noche, ahí podían pasarla.
Roque, indefectiblemente, al caer la tarde ofrecía a los transeúntes una taza de café caliente con arepa, y un condumio más generoso a quienes allí pernoctaban. A las ocho de la noche el mesón cerraba sus puertas y el viejo se encerraba en su cuarto, del que se escapaba por debajo de la puerta, hasta bien entrada la noche, el sonido de un radio que transmitía el programa “De cantina en cantina”, y a las cuatro de la mañana, las noticias más impactantes del día y la noche anterior.
Allí paramos, como me lo había anticipado mi tío, y disfrutamos por largo rato de la hospitalidad de don Roque y de un sencillo pero apetitoso tentempié, mientras descansaban y pastaban las bestias.
–¿Y quiénes son sus amigos, don Eloy? –le preguntó el buen hombre.
–Eleuterio, enviado por la Notaría para un asunto de tierras que estoy negociando con los Cárdenas –le informó don Eloy, y poniendo su brazo en mi hombro agregó–: Y este muchachón es su sobrino.
Luego del reconfortante descanso, emprendimos la cuesta que nos llevaría a nuestro destino.
Don Eloy había heredado de su padre el inmenso latifundio que comprendía las tierras desde el Salto del Toro hasta la Puerta del Cielo y que fue bautizado y registrado como La Herrería.
–¿Y por qué La Herrería, don Eloy? –le pregunté a su actual propietario. El hombre me lo explicó en detalle.
Su padre, viejo zorro, había cambiado varias cabezas de ganado de exposición por una porción de tierra en esta zona. Un buen día, cuando se dedicaba a cercar un área del terreno frente al río para impedir que sus animales se salieran, encontró unas pepitas de oro de buen tamaño. Jamás comentó con nadie su hallazgo. Con parte de su tesoro empezó a hacerse a más y más tierras, que registraba inicialmente a nombre de sus hermanos y luego 24
las titularizaba como propias. Así se fue apoderando de toda la serranía.
Nunca nadie sospechó cómo había acrecentado su fortuna. Con las debidas licencias de la Nación, taló innúmeros árboles y aserró su madera, que bajaba a lomo de tal cantidad de bestias, que se vio en la necesidad de montar una herrería en el Salto del Toro para herrar sus animales. De allí el curioso nombre de la hacienda.
La geografía de la región está cubierta de montes y colinas, numerosas vertientes e inmensos desfiladeros. Los nombres que identifican los linderos se relacionan con circunstancias o hechos curiosos acaecidos en el lugar. Así, en cierta ocasión en uno de sus cerros un hermoso ejemplar bovino acosado por alguna fiera, al llegar a un desfiladero prefirió saltar y morir antes que ser devorado vivo. A raíz de eso, el sitio se llamó Salto del Toro. En el otro extremo, a varias horas a caballo desde el Salto, en un recodo del río se dibuja un plácido escenario de tan exuberante belleza, que impactó el espíritu de algún caminante al punto de que se refería a él con acierto como la Puerta del Cielo, y así se nominó.
Don Eloy, siguiendo con mucho tino los pasos y consejos de su padre, no solo continuó comprando terrenos a los colonos sino que logró que el Estado le concediera la misión de preservar los bosques y la fauna de inmensas tierras de reserva y mantener vivos sus manantiales y nacederos. De contera, esta altruista misión evitaba que personas inescrupulosas se pasearan por sus dominios y conocieran la fuente de su fortuna.25
–Llegando al Salto del Toro descenderemos al valle y estaremos donde queremos –anunció don Eloy.
–¿Y cómo identificaremos el área a negociar? –preguntó uno de los Cárdenas.
–Cuando lleguemos buscaremos un yarumo que tiene grabado en el tronco el número 22 –le respondió don Eloy–. Desde ese árbol y a la derecha se divisa otro yarumo a unos trescientos cincuenta metros. De este, se baja hacía el río mil doscientos metros, y luego de recorrer otros trescientos metros a su vera se vuelve a subir. Con ello se cierra un paralelogramo de unos 420.000 metros cuadrados, o sea 42 hectáreas. –Como le pareció notar en alguno de los presentes un dejo de desaliento por la perspectiva de tanto trajín, los consoló con estas palabras–: No se preocupen, que allí están mis adelantados y ya tienen todo demarcado.
El recorrido fue, en efecto, rápido. En el sitio estaba uno de los capataces de don Eloy con dos de sus ayudantes, que con estacas de madera cercaron el terreno, y luego con una cinta métrica verificaron las medidas. Eran alrededor de la una de la tarde y una ligera lluvia empezó a caer.
–Debemos bajar rápido para llegar a la casona de Roque antes de que se desate el aguacero –aconsejó don Eloy, y advirtió–: Si la tarde no mejora, ahí nos quedamos a dormir.
Todo estuvo claro en la diligencia. Los hermanos Cárdenas ya conocían el sitio, lo que aligeró las cosas. Ambas partes aceptaron la negociación. Desde donde 26
estábamos se llegaba a la cabaña de Roque tomando un atajo por una trocha en pésimo estado. Don Eloy, en un rapto de generosidad, se comprometió con los Cárdenas a hacer llegar ahí una maquinaria para mejorar el sendero.
–Fíjate bien, Fabio –me encareció mi tío–, en cada detalle para que lo tengas en cuenta cuando regreses acá.
–Pierda cuidado, tío. A mí no se me escapa nada.
–¡Este muchacho tiene la madera de los Casas! –exclamó Eleuterio–. ¡Así se contesta, mijo!
Faltando un cuarto para las cuatro llegaron a la fonda de Roque en medio de una lluvia diluvial. En el estrecho corredor los recibió el viejo con una sonrisa y los invitó a pasar. La tarde se cerró del todo y no cesaba de llover.
Roque informó a don Eloy que Juan había mandado donde él a uno de los hombres que cuidaban las bestias para que le dijera a su patrón, si es que se daba el caso –como efectivamente sucedió– de que pasaran por su rancho y allí se quedaran en la noche; que él esperaría en el puente hasta las seis y si no llegábamos se devolvería al pueblo y mañana estaría otra vez allí a las nueve de la mañana para recogernos.
–Ni modo de regresar con esta tormenta, Roque – manifestó don Eloy–. Danos algo de comer y alístanos donde dormir, pues nos quedamos hasta mañana.
El rancho de Roque, aunque modesto, era acogedor. Tras desentumirnos con un buen trago de chocolate cerrero caliente la emprendimos con la carne de cerdo ahumada, los patacones y la arepa, que pasamos con jugo de limón con panela.
Antes de las seis de la tarde habíamos vaciado los platos…y no paraba de llover. Compartieron con nosotros el estrecho salón dos estudiantes de Biología de la Universidad Católica de Madrid que estaban haciendo un estudio sobre fauna y flora en el trópico. Tras el saloncito se abría un corredor con chambranas de chonta, y a lado y lado estaban las modestas habitaciones. Todo el mobiliario en el mesón era de madera de comino crespo y flor morado al natural.
Tal como me lo había anticipado don Eloy, terminada la cena me pidió que nos sentáramos en unas modestas sillas de madera adosadas en un rincón del salón, para que charláramos.
–Yo supe que luego de que tu madre dejó el pueblo para casarse con Nicomedes había tenido un hijo –me confesó–. Lo que no sabía, hasta hoy, es que ese hijo, o sea tú, lleva el mismo nombre de mi difunto padre. – Me miró a los ojos y prosiguió–: Porque sabrás que mi padre se llamaba Fabio…, ¿o no? –preguntó al notar que nada decía yo, y satisfecho de verme asentir ligeramente, me confió–: Ahora comprendo por qué tu madre no te bautizó Eloy, como yo, por no dar pie a habladurías. Y bien, mijo, ¿qué historia te contó tu mamá?
–Mamá me dijo, don Eloy –empecé con tacto, a ver cómo reaccionaba el hombre–, que ella era muy niña cuando le juró amor eterno a un muchacho un poco mayor que ella. Durante los años escolares, pese a estar él en un grado superior, fue su compañero todos los días al ir a la escuela y de regreso a casa. Y cuando él terminó 28
sus estudios, por los dos años siguientes que mamá continuaba en la escuela, continuó esperándola para acompañarla a casa.
”El padre del muchacho siempre quiso a mamá como si fuera su hija; tanto, que un día le confesó que nada lo haría más feliz que ser abuelo y se sentiría orgulloso de que mamá fuera la madre de sus nietos. Ella me confió que ese era también su más profundo deseo. Pero el destino tenía otros planes. Cierto día, en un cuaderno de mamá leyó su padre lo siguiente:
Virgencita, madre de Jesús, intercede para que pueda unirme con Eloy en sagrado matrimonio. Quiero y respeto a mi padre, pero amo a Eloy más que a él, y lo seguiré amando aún después de muerta.
”Estas letras enardecieron a su padre, quien en un negocio forzado con el padre de Nicomedes le ofreció a mamá como dote. Mi madre aceptó casarse con Nicomedes, pero Eloy Casas seguiría siendo por siempre el dueño de su corazón. Por eso me dijo el día que me contó estas cosas, que algún día lo conocería.
”Anoche, cuando mi tío me propuso que lo acompañara, sin pensarlo le dije que sí, porque en sueños mi madre me había dicho: “El tío te va a pedir algún día que lo acompañes. Ese día, acompáñalo”.
A medida que hilvanaba mi relato, noté que don Eloy se iba alterando y respiraba entrecortadamente, a más de que luchaba por contener el llanto. Tal parecía 29
que mi historia había tocado sus más profundas fibras y acelerado su viejo corazón.
Pasaron unos minutos durante los cuales yo, en silencio, sin atinar qué decir, esperaba que don Eloy hablara. Pasado un largo rato se repuso y llamó a Eleuterio. Una vez sentado este, le dijo:
–Vení, Eleuterio, acercá un poco más esa silla, que quiero decirte algo que quede entre nosotros tres.
”Tu hermana Sofía, que el destino me arrebató, inmortalizó el nombre de mi padre en tu sobrino. Toma, pues, nota de lo que te voy a dictar para que elabores con ello, mañana mismo, un documento notarial en regla.
Yo, Eloy Casas, mayor de edad y en pleno uso de mis facultades mentales, hoy, diez de febrero del año en curso, por voluntad propia y dado que la vida no me ha dado descendientes, dejo a Fabio Recio (hijo de Nicomedes Recio y Sofía Escalante, ya fallecidos) las tres cuartas partes de mi hacienda La Herrería. La otra cuarta parte de la hacienda se la dejo al hermano menor de Fabio. Mi heredero Fabio Recio podrá tomar posesión de la hacienda al cumplir la mayoría de edad. La parte de su hermano Nicanor será manejada por Fabio hasta cuando Nicanor llegue a la mayoría de edad y pueda legalmente hacerse cargo de ella.
”O sea, Fabio –me anunció don Eloy alzando las manos y con un gesto de profunda satisfacción en el rostro, y a quien escuchaba yo estupefacto–, vete haciendo a la idea de que en unos meses serás amo y señor de La Herrería. Cuando eso suceda, llévate a tu tío Eleuterio para que te ayude a manejar la extensa propiedad, que no es cosa fácil. –Se puso de pies, y luego de abrazarme cariñosamente, selló su generoso acto con estas palabras–: ¡Te deseo la mejor suerte! ¡Te lo mereces por ser el hijo de la mujer que amé y amaré aun después de muerto!
* * *
Esa noche, tendido en el rústico lecho del humilde cuarto de la posada, don Eloy rememoró la tarde de aquel lejano día cuando se vio por última vez con Sofía bajo los arcos de un viejo acueducto de estilo romano donde solían sentarse al regreso de la escuela y hacían el ejercicio de contar sus ladrillos cubiertos de musgo. El que primero acertaba tenía derecho de robarle un beso al otro. Eloy nunca pudo ganarle a Sofía. Pero esa tarde, perdedor como siempre en el inocente juego, Eloy recibió de Sofía, en compensación, la mayor prueba de amor que una mujer puede brindarle a su amado.
Eloy, pendiente siempre de la vida de los recién casados, supo que bordeando los nueve meses había nacido el primer hijo del matrimonio. Eloy nunca dudó de que Fabio era hijo suyo. Ese secreto lo guardó siempre para sí Sofía y se lo llevó a la tumba, e igual hizo don Eloy, quien dos años después de adjudicar La Herrería a Fabio y a Nicanor, murió de sus problemas del corazón, satisfecho de haber honrado con su generoso gesto la memoria de su amada Sofía.