LA POBLACIÓN NATIVA EN LOS SIGLOS XVI Y XVII

[…] a dios llamaban Abira, que representa sumamente bueno;

al español por nombre dan Aira, que quiere decir hijo de su seno.

Joan de Castellanos

En el momento de la Conquista, en el Valle del Alto Cauca, la escasa población nativa estaba en su parte occidental, y hasta finales del XVII Cali todavía dependía de su producción agrícola. (ver Tomo III, Anexo IV) En la “otra banda” del Río Cauca, donde prácticamente no había indígenas, se dio una mayor monopolización de la tierra. Pero desde la cordillera Central, uno de cuyos sectores fue llamado Páramo de los Pijaos, las tribus de este nombre hacieron necesaria la construc¬ción de fuertes a lo largo de la cor¬dillera. Solo quedan las ruinas del de Doña Luisa de la Espada, en la región de Chinche, jurisdicción de El Cerrito,  único sobreviviente de los que los enco¬menderos de Guadalajara de Buga solían tener en sus estancias.  Los ataques fueron tan frecuentes en los siglos XVI y  principios del XVII, y la des¬truc¬ción de las fundaciones españolas, de Caloto hasta Cartago se hizo tan grave, que el gobernador, Don Alvaro Mendoza Carvajal, ordeno, cuando dispuso en 1569 el traslado de Buga, de su ubi¬cación original en la cordillera, a la parte plana:

Que cada vecino dejara ante todas cosas un hombre español en el sitio donde solía estar la dicha ciudad, de manera que se entiende que este dicho año ha de sustentar, tener y pagar cada un vecino el dicho español porque así conviene a la pacificación de los dichos natu¬rales;  y si pasado el dicho año pareciere convenir y ser cosa necesaria que los dichos es¬pañoles esten en el dicho pueblo y tierra dentro, esten obligados los dichos vecinos en¬comenderos a sostener, pagar y sustentar todo el tiempo que a mi me pare¬ciere conve¬niente.

Los vecinos  abrieron caminos reales, combatieron a los pijaos, que salían a robar y matar las gen¬tes que andaban por ellos, y pusieron fuertes y guarniciones. Pero la tranquilidad a la región sólo llega¬ría, a principios del siglo XVII, tras el final de la Gue¬rra a los Pijaos que adelantara el Presidente Juan de Borja. En la parte más al sur de la región se llevó a cabo, durante la Colonia, una gran actividad mi¬nera, mientras que en las inmediaciones de Cali y Buga la producción fue básicamente agrícola y gana¬dera.  La caña de azúcar se introdujo en el siglo XVI en las vecindades del actual Yumbo, en la finca La Es¬tancia, de propiedad de Sebastián de Belálcazar, quien contrató a Pedro de Atienza para su cultivo por haber tenido este experiencia en ello en las Antillas, llevando a los latifundistas a iniciarse en la indus¬tria dulcera.  En 1570, el capitán Gregorio de Aztigarreta contrató en España a Juan Francisco Pedro de Miranda y a Rafael Guerra, como peritos en la fabricación de azúcar, para trabajar en el trapiche que ha¬bía instalado en la Hacienda San Jerónimo, ubicada en la zona de Amaime.  Posteriormente se esta¬ble¬cerían otros dos trapiches, el de Andrés Cobo, en 1588, y el de su hermano Lázaro, en 1592.

EL PAISAJE

El paisaje del Valle del Alto Cauca es muy característico: al cruzar el sol de una cordi¬llera a otra se aprecian  bellos atardeceres desde la margen oriental del río y, especial¬mente, desde el piedemonte de la cordillera Central; mientras que, en la margen occi¬dental, y especialmente en Cali, la luz de la tarde se tiñe brevemente de dorado. Desde cualquier punto del Valle siempre, generalmente inmersas en las nu¬bes, se puede apreciar una de las dos cordilleras, cuando no ambas: la Central, alta y abrupta, y la Occi¬dental, más baja pero con sus impresionantes Farallones, a la altura de Cali, desde cuyo piedemonte se ve el lento fluir del río.  Pero, en la parte sur –en los alrededores de Cali–  el valle aparece como una inmensa pla¬nicie casi sin fin.  La exuberante vegetación es sin em¬bargo matizada.  La presencia fre¬cuente de calina exige de los objetos definición y niti¬dez para no fundirse con el paisaje y, así, poderse destacar en un ambiente que además es re¬verberante en los días de mucho sol. Desde luego que este pai¬saje ha sufrido notables variaciones en los últimos años: en el “plan” los numerosos bosques y gua¬dua¬les, separados por amplios llanos, poco a poco han sido sustituidos, unos y otros, por “suertes” de caña de azucar.  En los pi¬demontes, sus numerosas quebradas  generalmente es¬tán secas en el verano y en el invierno sucias.

En el siglo pasado y principios de este muchos escritores, cronistas y poetas se refirieron al pai¬saje vallecaucano.

Como Juan Antonio Sánches (1844-1914)

Y cuando la noche avanza

cuando el sol se hunde en el poniente

el alma entonces presiente

algo triste en lontananza.

 

O, Juan de Dios Borrero (1847-1910)

Se oscurece el confín de las montañas…

y el alma hacia la luna tiene extrañas

vibraciones y místicos anhelos

nostálgia de amor sobre la tierra.

 

O, Luciano Rivera y Garrido en Impresiones y Recuerdos :

La fisonomía natural de la comarca que atravesaban los viajeros es de lo más agreste y solitario que puede imaginarse, si bien de un aspecto majes¬tuoso por los grandes y selvá¬ticos rasgos que la caracterizan. Elevados bosques donde los bu¬rilicos y chambimbes al¬ternan con espinos, higuero¬nes, palabobos, totocales, y otros gigantes del reino vegetal, al pie de los cuales, y agrupados en confuso en¬marañamiento, crecen las zarzas, los jun¬cos, las cañas bravas y los arrayanes, cubren una inmensa extensión del territorio entre las márgenes orientales del río Cauca y las llanuras centrales del Valle.

En 1927, el historiador y literato bugueño, Cornelio Hispano, en En el País de los Dioses,  hiso una descripción que se mantenía vigente hasta principios de este siglo:

Es un valle de oro y de esmeralda, de vegas alfombradas de grama, cer¬cado en las lejanías por las copas de añosos guaduales y burilicos, y más lejos aún por las azules cordilleras cuyas altísimas crestas se iluminan por las noches con los fulgores de las tormentas del Pacífico; valle ligeramente inclinado de oriente a occidente, extendido al pie de risueños montes y co-linas: La Victoria, Vanegas, la Corcovada, Lomagorda y La Cumbre de Mo¬rrillos y regado por ríos diáfanos y rumorosos que corren entre peñas¬cos aterciopelados de musgos, orlados de iracales y enredaderas y som¬breados por guásimos y chiminangos, cuyos nombres son tan antiguos y vernáculos como la madre tierra que bañan y fecun¬dan: Sonso, Las Gua¬bas, El Guabito, Paporrinas, Zabaletas, Amaime, sobre cuyas ondas apa¬cibles se ven pasar helechos, flores purpúreas de cachimbo y venturosas. A sus már¬genes se arriman las cabañas blancas como los rebaños en los días estivales, a las claras fuentes.

Pero fue Jorge Isaacs, en María , quien hizo la más divulgada descripción del paisaje del Valle:

El cielo tenía un tinte azul pálido; hacia el oriente y sobre las crestas altísi¬mas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina, esparcidas por un aliento amoroso […]Las garzas abandonaban sus dormideros, formando en su vuelo líneas ondulantes que plateaba el alba, como cin¬tas abandonadas al capricho del viento. Bandadas de loros se levantaban de los guaduales para dirigirse a los maízales vecinos, y el diostedé saludaba el día, con su triste canto, desde el corazón de la selva.

Por lo demás, el escritor transcribió sus percepciones a los cambios de la luz:

Una tarde, tarde como las de mi país, engalanada con nubes de color de violeta y lampos de oro pálido, bella como María y transitoria como lo fue para mí, ella, mi hermana y yo, sentados sobre la ancha piedra de la pen¬diente, desde donde veíamos a la derecha en la honda vega rodar las co¬rrientes bulliciosas del río, y teniendo a nuestros pies el valle ma¬jestuoso y callado, leía yo el episodio de Atala, y las dos, admirables en su inmovili¬dad y abandono, oían brotar de mis labios aquella melodía.  Hora en que aparece en la región el ‘sol de los venados’; o, en una noche de verano: La luna llena que acababa de faldas de las montañas argentando las espumas de los torrentes y difundiendo su claridad melancó¬lica hasta el fondo del Valle. Las plantas exhalaban sus más suaves y misteriosos aro¬mas. El si¬lencio, interrumpido solamente por el rumor del río, era más grato que nunca a mi alma.

Fue buscando estas tierras –este paisaje– que un grupo de campesinos japoneses, moti¬vados por la lec¬tura de una traducción de María  y queriendo escapar de la complicada situación del Japón de entre gue¬rras, iniciaron en la década de 1920 una colonia, El Jagual, por los lados de Corinto, Cauca. Después vinieron muchos más y se asentaron princi¬palmente en Palmira donde fueron los primeros en sembrar masivamente arroz, sorgo y soya.

Una imagen cultural

Durante los primeros años de la Colonia hay una imagen de Cali, en el papel, determi¬nada por la espon¬tanea y practica manera de los fundadores de ciudades, confirmada por las directrices que sobre la ciudad y sus construcciones definen las Leyes de Indias, y otra, en la realidad: las construcciones no monumenta¬les que poco a poco se levantaban en ese paisaje-palimpsesto. Como dice Jaime Salcado, “A diferencia de las ciudades eu¬ropeas que crecieron y se transformaron a golpes de arquitectura, las ciudades america¬nas fueron idea de ciudad  que con el tiempo –a veces después de mucho tiempo– llega¬ron a ser arquitec¬tura.”  Dice Octavio Paz:

La política ibérica en el Nuevo Mundo reproduce punto por punto la de los musulmanes en el Asia Menor, India, el Norte de Africa y la misma Es¬paña: la conversión, ya sea por las buenas o a sangre y fuego. Aunque pa¬rezca extraño, la evangelización de América fue una empresa de estilo e inspiración mahometanos. […] La pasión constructora de unos y otros no fue menos intensa que su rabia destructora y obedeció a la misma razón re¬li¬giosa. Los monumentos dejados por los musulmanes en la India no se pa¬recen a los que levantaron en América los Españoles y los portugueses pero su significación es análoga: primero el templo-fortaleza (iglesia o mezquita) y después las grandes obras civiles y re¬ligiosas. La arquitectura obedece al ritmo histórico: ocupación, conversión y organiza¬ción.

Es plausible que Belalcázar tuviera en su memoria la gran catedral de Sevilla, y su famosa Giralda,   pues no en vano es la tercera iglesia más grande jamás construida y la segunda, católica, después de San Pedro en Roma. “Hagamos  una  iglesia  tan  grande  que  nos  tengan  por  locos” escribieron los miembros del Cabildo de la catedral, cuando en 1401 ordenó su construcción y la demolición de la mez¬quita. Casi 600 años despues, existen, aprobados por la oficina de Planeación Municipal de Santiago de Cali, los planos de dos torres gemelas de cincuenta pisos, que no se iniciaron por problemas técnicos, pero que ademas de tener como fin lavar dineros del narcotrafico, mantiene viva aqui la “locura” de aque¬llos conmitantes  sevillanos.

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Benjamin Barney Caldas

Benjamin Barney Caldas

Arquitecto de la Universidad de los Andes con maestría en historia de la Universidad del Valle y especializaciones en la San Buenaventura. Ha sido docente en los Andes y en su Taller Internacional de Cartagena; en Cali en Univalle, la San Buenaventura y la Javeriana, en Armenia en La Gran Colombia, en el ISAD en Chihuahua, y continua siéndolo en la Escuela de arquitectura y diseño, Isthmus, en Panamá. Miembro de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, la Sociedad de Mejoras Públicas de Cali y la Fundación Salmona. Escribe en El País desde 1998, y en Caliescribe.com desde 2011.