El pasado 9 de abril se conmemoró una vez más la memoria de Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo liberal asesinado en 1948, quien en vida alzó su voz contra la ignominia impuesta al pueblo colombiano por las oligarquías representadas en los partidos tradicionales: Liberal y Conservador. Ese mismo año, y en medio del clima político que desencadenó su magnicidio, el representante a la Cámara por el Partido Liberal y exalcalde de Cali, Alfonso Barberena Aparicio, logró impulsar en el Congreso una de las leyes más significativas para enfrentar la histórica deuda con los sectores empobrecidos en materia de vivienda digna: la Ley 41 del 17 de noviembre de 1948. Esta norma autorizaba a los municipios a utilizar los terrenos ejidales para resolver el déficit de vivienda popular.
El término “ejido”, objeto central de la ley en mención, proviene del latín exitus, utilizado en la antigua Roma para referirse a tierras comunes situadas en las afueras de los poblados. Este concepto fue instaurado en las ciudades del medioevo español y más tarde trasladado a América en el siglo XVI como parte de la imposición del ordenamiento colonial. La historiadora Margarita Rosa Pacheco, en su análisis de las cédulas reales, documentó cómo en la fundación de los poblados coloniales se ordenó reservar terrenos comunales: “señálese a la población exido en tan competente cantidad que, aunque la población vaya en mucho crecimiento, siempre quede bastante espacio a donde la gente se pueda salir a recrear y salir los ganados sin hacer daño”.
En Cali, desde 1536 con la llegada del bárbaro Sebastián de Belalcázar, se inició la apropiación privada de los territorios habitados milenariamente por comunidades indígenas. Las élites coloniales —nobleza, clero y militares— se convirtieron en los propietarios de facto de estas tierras. Paralelamente, la Corona dispuso la existencia de ejidos como terrenos de uso común, lo que forjó un imaginario colectivo de propiedad compartida. No obstante, la avaricia de terratenientes, hacendados y oligarcas pronto condujo al acaparamiento de estos terrenos, generando una conflictividad social persistente. Incluso cuando el virrey Flórez ordenó la devolución de un tercio de las tierras usurpadas, su mandato fue desobedecido.
Aunque el yugo español fue interpelado, los hacendados nunca estuvieron dispuestos a ceder los territorios que debieron conservar su vocación colectiva. Durante el siglo XIX, además de las recurrentes guerras civiles, se intensificaron los conflictos por los ejidos, liderados por indígenas, afrodescendientes, mestizos, pardos y mulatos que reclamaban su derecho a las tierras ejidales. Un relato del exalcalde Andrés J. Lenín, en sus Crónicas del Cali Viejo, da cuenta del carácter cotidiano de esta lucha. El 7 de
agosto de 1893, mientras las élites se encontraban en francachela, un grupo de hombres irrumpía en una de los terrenos acaparados:
“Mientras en el Club del Comercio un numeroso grupo de adineradas gentes bailaba y reía, allá en la pampa, al amparo de la noche, bajo la caricia del viento suave y fresco, unos cuantos hombres se deslizaban sigilosamente acercándose al lugar donde debían desarrollar una acción de violencia, que consideraban revaluadora de sus presuntos derechos; y, a golpes firmes de afilados machetes destrozaban la cerca de una pequeña quinta de campo aledaña a la ciudad”.
Esta acción de rebeldía derivó en un juicio del cual fueron absueltos quienes levantaron con sus propias manos las cercas de los acaparadores de tierra, que incluso, habían despojado a los pobladores de sus caminos vecinales. Ya en el siglo XX, la urbanización acelerada por el crecimiento demográfico agudizó la demanda por tierra urbana, pero la deuda histórica con los sectores más vulnerables jamás fue saldada. En la primera mitad de este siglo, se debe exaltar la lucha del exconcejal comunista Julio Rincón, quien defendió el uso de los ejidos para la construcción de vivienda popular. Los barrios Obrero, El Piloto, El Pueblo, Jorge Isaac, Saavedra Galindo, Alameda y Belalcázar son el testimonio vivo de sus significativas contribuciones por el derecho a la vivienda de los menesterosos.
Hoy, la palabra “ejido” ha sido proscrita por la aristocracia regional. Sin embargo, su defensa ha persistido gracias a voces como la del ingeniero Claudio Borrero Quijano, quien ha denunciado la ocupación indebida de terrenos ejidales por parte del Club Campestre de Cali para el disfrute privado de sus socios, que principalmente hacen parte de la élite. Después de casi cinco siglos, el robo de tierras indígenas y ejidales parece haberse perpetuado. Peor aún, de manera cínica los expropiadores criminalizan a quienes luchan por el derecho a un techo digno.
Por estas razones, resulta urgente y estratégicamente necesario incluir en la formulación del tercer Plan de Ordenamiento Territorial (POT) de Cali la discusión sobre los ejidos, los bienes baldíos urbanos, los bienes fiscales y los terrenos que por derecho deberían pertenecer al Distrito. Muchos de estas tierras figuran hoy en los registros patrimoniales de herederos de hacendados y patricios, gracias a una historia de despojo que aún no encuentra justicia.