Con el desarrollo de la sociedad capitalista se impuso formalmente el principio de la igualdad de derechos de todos los ciudadanos ante la ley independientemente de su condición natural y social, desarrollándose al mismo tiempo la desigualdad de derechos y deberes expresados a través de la explotación económica del trabajo y la discriminación social entre hombres y mujeres.
En todos estos casos, la desigualdad aparece encubierta bajo la apariencia jurídica enmarcada dentro de ciertos principios consagrados en la Constitución, leyes y tratados internacionales, tal como sucede por ejemplo, con la contratación laboral en la que el empleador y el trabajador aparecen como “sujetos iguales en derechos y obligaciones”, es decir, libres formalmente y en igualdad de condiciones para contratar sin mas límites que lo dispuesto por la ley y las convenciones colectivas de trabajo.
Sin embargo, la experiencia práctica e histórica demuestra que al trabajador o a la trabajadora no le queda otra opción que vender su fuerza de trabajo a cualquier empleador del cual se hace dependiente ya que su vida y la de su familia dependen de su salario, particularmente en aquellas circunstancias de crisis económicas en las que crecen el desempleo y la informalidad.
Pero la “legitimidad” de la desigualdad también se presenta cuando se discrimina en el trabajo por razón de género, al considerarse que el hombre es superior a la mujer en el desempeño de sus funciones laborales o cuando se la excluye de la posibilidad de competir en el mercado de trabajo.
Esta situación de desequilibrio se agrava con la introducción de las nuevas tecnologías, mediante las cuales se reemplaza el trabajo de cientos de trabajadores y trabajadoras que pasan a ocupar el ejército de desempleados@, que se acrecienta en las condiciones de la sociedad capitalista globalizada afectando incluso a todos aquellos@ representantes de las profesiones liberales (abogados, médicos, ingenieros, arquitectos, economistas, periodistas, etc.).
La desigualdad en el trabajo es aún más grave y profunda en tratándose de los trabajadore@s del campo y de quienes hacen parte de los cinturones de miseria que se crean alrededor de las principales ciudades de los países capitalistas, particularmente en aquellos subdesarrollados o con un desarrollo medio como Colombia.
Para algunos economistas y sectores políticos y sociales, la mejor forma de terminar con la desigualdad en materia laboral es simplemente incrementando los ingresos de los trabajadores, cuyo salario afirman, no puede estar por debajo del índice de precios de la canasta familiar. Otros, consideran necesario gravar con más impuestos al capital o por lo menos obligar a los empresarios o rentistas al pago de los existentes, con el fin de lograr una mayor distribución del ingreso nacional y participación de los trabajadore@s, en la renta nacional.
Por su parte, ni el aumento del salario mínimo, cuyo costo se traslada a los precios de los productos, bienes y servicios a los consumidores, ni el incremento de los impuestos al capital detienen su proceso de acumulación y reproducción, en tanto que los mismos hacen parte de la lógica de su desarrollo, cuya función principal es producir las máximas ganancias con el mínimo de costos, lo que conlleva a una mayor apropiación de la riqueza social, estimulada por la competencia a la cabeza de la cual se encuentran los grandes monopolios del capital financiero nacional y transnacional.
Se podrá decir que en aquellos países como en los Estados Unidos de Norteamérica, en donde se grava con altos impuestos al gran capital, el Estado utiliza los recursos de los impuestos para atender la educación, la salud, la vivienda, etc., lo cual no significa en modo alguno, que en cualquier momento los ciudadanos que viven de su trabajo no vean disminuidos sus ingresos como consecuencia de las crisis económicas y financieras e inflacionarias de precios, el encarecimiento del crédito y de las tasas de interés, el aumento de los impuestos a los sectores medios y populares de la sociedad, que conduce a miles de trabajadores y trabajadoras a perder sus puestos de trabajo y reducidos sus salarios, pensiones, subsidios, afectándose así su condición económica y social y por tanto, acercándose cada vez más a la pobreza y a la desigualdad social.
Está claro que en estas circunstancias no será posible que el trabajo como condición prioritaria y esencial de la existencia y desarrollo de la sociedad, conjuntamente con los trabajadores@, puedan desligarse de la explotación económica , el desempleo y la informalidad de millones de trabajadores@, sí previamente no se erradican las causas de la explotación ni se remuevan los obstáculos que determinan dichos fenómenos, amén de la concentración de la riqueza social en pocas manos que impide un desarrollo armónico e integral y planificado de la economía para beneficio por igual de todos los trabajadores@ que integran la comunidad laboral.