Los comicios para elegir Presidente de la República se habían realizado el último domingo del mes de mayo, y el triunfador se posesionaría el próximo agosto.

Mi amigo y compañero de estudios de secundaria fue el elegido. El día de la posesión, fiesta nacional, me senté con mi familia a ver por televisión el acto de imposición de la banda presidencial que lo acreditaría como Presidente para el siguiente periodo de gobierno.

Todos estábamos contentos y mi pecho se henchía de la emoción al ver asumir a mi compañero el mayor y más honroso cargo de la nación.

El protocolo fue breve y el discurso un poco optimista, viniendo de un economista como lo era él. Aún seguíamos frente a la tele cuando sonó mi celular, que había puesto en la mesa de centro. Como de costumbre, lo dejé que sonara un par de veces más y fui por él. ¡Oh sorpresa! Era el mismísimo Presidente de la República.

–Señor Presidente –le dije–, es para mí un honor que me llame.

–Déjate de cumplidos –me respondió, tajante–. El hecho de que sea Presidente no cambia nuestra amistad de tantos años. –Y me dejó lelo con esta propuesta–: Te necesito mañana aquí en la capital para que empieces a trabajar conmigo.

–Pero…

 

–Nada de peros –me cortó–. Tengo muchos compro­misos con políticos, asesores, miembros de la campaña y del partido, seguidores, senadores…; pero no me fío de ninguno de ellos, y en mi mandato me propongo enderezar muchas entidades del Gobierno que vienen cojeando desde hace mucho. Tú eres el único en quien confío. Ya le ordené a mi secretario privado que envíe un vehículo a tu casa que te lleve al aeropuerto para que mañana mismo estés acá.

No dijo más. Con el aparato en la mano me quedé unos segundos aturdido, respirando difícilmente. Mi hijo lo notó y me preguntó:

–¿Quién era, papá, que apenas si le hablaste?

–Era el Presidente de la República para pedirme que vaya a trabajar con él en la capital. Mañana a primera hora mandará a alguien por mí.

–¿Y el trabajo tuyo aquí? –observó–. ¿Qué pasará con él?

–Ya veremos. Desde allá pediré una licencia.

–¿Por cuánto tiempo?

–Por el tiempo que sea necesario.

En el aeropuerto mis acompañantes, obviando los protocolos de rigor, me llevaron directamente al domo de acceso al avión y en la nave me situaron en la primera fila. Un agente de civil me aleccionó durante todo el vuelo sobre ciertas minucias que debía tener en cuenta en mi nuevo destino, entre ellas, el trato respetuoso con el Presidente cuando apareciera con él en público, así en privado, dada la deferencia que el mandatario mostraba hacia mí, la cosa fuera más casual.

En palacio me condujeron a una gran oficina contigua a la del Presidente y allí me dejaron, luego de decirme que en cualquier momento el mandatario entraría por esa puerta y me pondría al tanto de mis funciones.

Hacía frío, y un creciente nerviosismo intentaba apoderarse de mí. Me asomé por uno de los ventanales laterales del despacho y vi un gran patio interno cruzado por senderos de piedra flanqueados por setos de flores. Me dirigí a otro mirador y pude apreciar un corredor custodiado por hombres de la guardia presidencial, que terminaba en una ornamentada reja que separaba la edificación, de estilo republicano, de la calle conges­tionada por el tráfico peatonal y vehicular.

De repente, se abrió la puerta y apareció mi amigo el Presidente, quien se detuvo unos segundos en el dintel antes de avanzar y plantarse frente a mí con una amplia sonrisa en su rubicundo rostro.

–Nunca dudé de que fueras a darme una respuesta positiva –fue su saludo, y apuntó en tono eufórico–: ¡Y mírate: aquí estás!

–¡Ni más faltaba! –repliqué en igual tono–. Recuerdo que cuando estudiábamos juntos y a ti ya te picaba el gusanillo de la política, un día me dijiste muy serio lo que tomé por una broma de muchachos: que cuando fueras Presidente de la República me llevarías contigo. Y por cosas de la vida aquí estoy.

–No sé si te acuerdas de aquella cinta con Anthony Hopkins y Brad Pitt, que tanto nos gustó por aquellos días –comentó mi encumbrado amigo–. Allí la Muerte, encarnada en el cuerpo de aquel joven provinciano que personifica Brad Pitt, viene por el viejo Anthony, quien ya ha cumplido su tiempo en la tierra.

–¡Cómo olvidarla! Te refieres a ¿Conoces a Joe Black?

–Exactamente –corroboró mi amigo–. Esto para decirte que quiero que seas para mí Joe Black.

–¿Y qué tengo que hacer?

–Debes investigar. Tendrás una credencial que te dará vía libre a las dependencias de todas las instituciones estatales, y para que escarbes lo que quieras. ¡Tienes que empezar ya! –enfatizó. Calló unos segundos y bajando una octava la voz agregó–: Entre ellas hay una que me preocupa en especial. Se trata del SENAP, creado por el Gobierno anterior para fomentar el desarrollo empresarial. Está adscrito al Ministerio de Fomento – precisó–. Ese bodrio maneja un presupuesto casi igual al del Ministerio de Obras Públicas y al de Seguridad Social.

”Las empresas que se constituyan con recursos del SENAP –continuó– deben cumplir estrictos requisitos durante su primer año de vida, durante el cual están exentas de pagar las cuotas fijadas para su reembolso. Al cabo del año, el instituto evalúa el desarrollo de la empresa, y si corrobora que ha cumplido sus metas para el periodo, le concede otros nueve años más de gracia, al cabo de los cuales el beneficiario empieza a pagar el crédito otorgado con unos intereses muy bajos.

”El caso es, mi querido amigo –me comentó el Pre­sidente, entrando en materia–, que la comisión eva­luadora ha objetado a muchas empresas solicitantes de los recursos que ofrece el Instituto, pero a ninguna de las que pretenden operar en el negocio de la comida, lo que me parece muy extraño. Estoy seguro de que allí hay gato encerrado –declaró sin titubeos, y siguió–: Por ahí deberás empezar tus pesquisas. Mañana tendrás la credencial. Adiós y buena suerte –dijo al momento de marcharse; y antes de cruzar la puerta se volvió y me recabó–: Espero noticias tuyas muy pronto.

A la mañana siguiente, sumido en profundas refle­xiones, me dirigí al Ministerio de Fomento. Un delegado del ministro me llevó a las dependencias del instituto y me presentó ante su Director, quien me recibió con fría cordialidad.

A los quince días ya estaba enterado de todos los intríngulis del instituto y había calibrado el desempeño de su Director y de los funcionarios claves de tal dependencia. Para todos ellos mi función era un enigma, y se rumoraba en los pasillos que había venido a reemplazar al Director. Era este alto funcionario un administrador de empresas graduado en una de las más prestigiosas universidades de la capital. Pero, cosa rara y poco común en los altos, medios y bajos servidores del Estado, su patrimonio no había crecido ni un diez por ciento desde que asumió el cargo, lo que en principio hablaba muy bien de su pulcritud. Decidí ahondar un poco más en tal sentido e investigué a varios miembros de su familia –esposa, hijos, hermanos, cuñados…–, y ninguno de ellos levantaba sospechas. Pero estaba decidido a escarbar hasta la raíz por un comentario acerca del Director que escuché como al desgaire en uno de los corredores del instituto: “Cómo no va estar a gusto, si recibe ‘marmaja´ de cada empresa que financia”.

El SENAP había ampliado y diversificado su radio de acción, y diseñó y construyó un enorme complejo de restaurantes para alimentar diariamente a ocho mil estudiantes de la capital, de bajos recursos. Allí me llevó mi misión inquisitorial. Del inmenso complejo instalado para preparar el condumio de semejante legión, llamó mi atención particularmente la panadería. Era enorme, y el descomunal horno tenía forma de herradura. Los vagones de un tren surtían constantemente la boca del horno con las mezclas de harina, que vertidas sobre grandes moldes montados en rodamientos recorrían lentamente su interior hasta que, convertidas en pan, salían por la boca del otro extremo del horno. En la zona de descargue vi un vehículo de carga con placas oficiales por toda identificación. Pregunté, y se me dijo que pertenecía al Departamento de Prisiones. Supe entonces que el SENAP surtía de pan a la penitenciaría de la capital.

La cosa se complicaba. Mis pesquisas me llevaron al departamento contable del instituto, y al esculcar sus registros no hallé allí ningún asiento de dineros provenientes de la cárcel distrital. Para allá me fui, y encontré que en sus libros se hacían asientos contables mensuales por pago de suministros de panadería a una distribuidora de alimentos cuyo propietario era un ex oficial del Ejército, conocido como el Capitán Torres. Este Capitán era suegro del evaluador de los programas de fomento del SENAP. Era un tinglado de testaferrato muy bien montado para birlar los dineros del Estado, y deduje que al igual que con el pan, debería funcionar la cosa con otros productos alimenticios de las empresas favorecidas por el instituto. Comprendí entonces por qué al investigar al Director y a sus parientes no hallé nada anormal. A más de esto, pescando aquí y allá entre los funcionarios del instituto descontentos con sus superiores –muy probablemente por haber sido excluidos de la coima–, me enteré de otros pormenores de la olla podrida.

Pasado un mes, el Presidente me citó a su despacho y me interpeló.

–Ya ha pasado un mes largo desde que iniciaste la investigación –me dijo–. ¿Qué has encontrado?

–En el SENAP se ha montado un mecanismo de exacción a los empresarios que los obliga a tributarle a un alto funcionario y solo a él, por darle su visto bueno a todo: a su constitución, a la radicación del hecho en la notaría y en la Cámara de Comercio, a la apertura de sus cuentas bancarias en determinados bancos, a la contratación de personal, a las planillas de pago, a la declaración de renta, a la elaboración de sus reglamentos de salud, en fin…

Ah, y como en caso de la gran panadería, también grava a los empresarios del área de alimentos con un porcentaje de lo que producen o comercializan. Y todo va a dar, por tortuosos caminos, a su bolsillo.

–¡¿Y quién es ese sinvergüenza?! –explotó el Presidente.

–Pues nadie más ni nadie menos que tu suegro –le solté de una.

El bufido que soltó el señor Presidente me despertó y volví a la realidad.

Confieso que ese mes que trabajé en el sueño me dejó profundamente cansado y con una terrible sensación de desasosiego, porque sé que mecanismos quizá más ingeniosos que el que destapé en mi rapto onírico se idean los corruptos para llenar sus arcas.

Carlos A. Hurtado D.