Este domingo se celebra la 62ª Jornada Mundial de oración por las Vocaciones dado que la liturgia de la Palabra nos propone un texto del capítulo décimo del evangelio de san Juan que presenta la figura de Jesucristo como Buen Pastor. La vocación nace del encuentro personal con Jesucristo y con su Palabra, una Palabra que no es sólo la “mía” sino que se realiza junto con las demás personas, pues somos comunidad de creyentes, personas que esperamos la realización del plan de salvación por medio de Jesucristo, que cuenta con nosotros.

Tengamos presente lo que bien conocemos de la suerte que ha vivido el Buen Pastor, pues Jesucristo culmina su vida en este mundo clavado en una cruz. Esta consideración nos sirve para tomar muy en serio la obra llevada a cabo por Jesucristo, una obra a la que él nos ha asociado a todos, puesto que su encarnación, vida, muerte y resurrección han tenido la finalidad de mostrarnos nuestra verdadera condición: sabernos hijas e hijos de Dios.

Las peripecias vividas por Pablo y Bernabé (primera lectura) nos sirven para encuadrar nuestra vida en los planes de Dios, que algunas veces nos resultan misteriosos, tal como la segunda lectura refiere a propósito de lo que llama “la gran tribulación” (Ap 7,14).

La Palabra de Dios en este domingo espera de nosotros una decidida adhesión para seguir los pasos del Maestro y así superar todas las dificultades que encontremos en el camino de la vida contando con su presencia continua, que es la que da sentido pleno a nuestro vivir diario.

Celebrando el Jubileo de la esperanza sintámonos peregrinos de esperanza y portadores de alegría, generando fraternidad y paz

DOMINGO 4 DE  PASCUA      —        11  DE MMAYO

LECTURAS:

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 13, 14. 43–52 :”En aquellos días, Pablo y Bernabé continuaron desde Perge y llegaron a Antioquia de Pisidia. El sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento…”

Salmo 99, 5 R/. Nosotros somos su pueblo y ovejas de su rebaño.

Lectura del libro del Apocalipsis 7, 9. 14b-17 :”Yo, Juan, vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos…”

Lectura del santo Evangelio según San Juan 10, 27-30 :”En aquel tiempo, dijo Jesús:«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano…”

Reflexión del Evangelio de hoy

Yo doy la vida eterna a mis ovejas (Jn 10,28)

Jesucristo afirma dos veces en el capítulo décimo de san Juan que Él es “el Buen Pastor” (vv. 11 y 14) y dos veces afirma también que Él es “la puerta” (vv. 7 y 9). Explícitamente dice el Señor que Él ha venido al mundo para que tengamos “vida abundante” (v. 10), que explicita diciendo que es Él quien da “la vida eterna” (v. 28).

Jesucristo establece una relación directa con nosotros, pues nos conoce (vv. 14 y 27) y tal conocimiento implica reciprocidad, es decir, que también nosotros necesitamos “conocerle” (cf. v. 14), indicando una reciprocidad como la que existe entre Jesucristo y el Padre del cielo: igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre (v. 15). Nuestro conocimiento de Jesucristo determina nuestra voluntad para seguirle, con la seguridad de no perecer ni ser arrebatados de sus manos (cf. v. 29), lo que implica una confianza total en quien nos da “vida eterna” (v. 28).

Esta confianza total en Jesucristo es la garantía de nuestro vivir diario, avivando siempre nuestra relación personal con el Señor, una relación de verdad concreta, vivencial, práctica para nuestra vida en medio de las dificultades y contrariedades que se presenten a lo largo del camino de nuestra vida. La promesa del Señor es rotunda: Nadie las arrebatará de mi mano, no perecerán para siempre, yo les doy la vida eterna (cf. v. 28).

Lo que debemos procurar personalmente es nuestra unión con Jesucristo, contando con la presencia y la acción del Buen Pastor, que nos conoce, que sabe de nosotros y que cuenta con nosotros para dar a conocer su reino en este mundo, tan necesitado de esperanza, de luz. de paz, de amor, de vida verdadera, sí, de “vida eterna”.

La última afirmación de la página evangélica es fuertemente polémica para los interlocutores judíos de Jesús, y al mismo tiempo profundamente reveladora de la identidad de Jesús: Yo y el Padre somos uno (v. 30). Los judíos entendieron estas palabras como una blasfemia y agarraron piedras para apedrearlo (v. 31).

¿Cómo entendemos nosotros las palabras de Jesús? Jesucristo es el Mesías, se identifica con el Mesías anunciado por los profetas, pero no tal como lo entendían los judíos sino de manera mucho más determinante, pues es Hijo de Dios.

Hasta aquí ha de llegar nuestra comprensión de la persona de Jesucristo y desde aquí ha de arrancar nuestro camino como seguimiento, como discípulos de Jesucristo. Bien sabemos que su camino pasa por la cruz y de manera semejante también nuestro camino implica la adhesión a Jesucristo, que lleva consigo la muerte del proprio “yo”, un “morir” que es la primera condición para poder seguir al Maestro (cf. Mc 8,34), que es quien nos da “vida eterna” (v. 28).

Sabed que nos dedicamos a los gentiles (Hch 13,46)

La primera lectura da cuenta de la llegada de Pablo y Bernabé a la ciudad de Antioquía de Pisidia durante el primer viaje apostólico, evangelizando Chipre (cf. Hch 13,4-12) y el Asia Menor. El sábado fueron a la sinagoga de Antioquía y Pablo se dirige a la asamblea de los judíos a quienes propone un largo discurso (Hch 13,16-47), del cual la primera lectura presenta, no el contenido, sino la reacción que ofrecieron los judíos que escucharon lo que Pablo acabada de decirles. Al sábado siguiente tiene lugar lo que cuenta la primera lectura: la reacción por parte de los judíos al ver el gran gentío que había acudido para escuchar a Pablo.

Nos encontramos con un cambio de estrategia por parte de los misioneros cristianos que, hasta entonces, habían predicado sólo a los judíos. Viendo que éstos se oponían decididamente a la predicación de Pablo, este les dijo con toda claridad: Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles. Así nos lo ha mandado el Señor (vv. 46-47). Citando a continuación el texto de Isaías 49,6, el mismo que el anciano Simeón refería al Niño que tenía en sus brazos:  A quien has presentado ante todos los pueblos: Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel (Lc 2,31-32).

Pablo sabe que tiene el encargo de continuar la misión llevada a cabo por el mismo Jesucristo y, viendo que los judíos se oponen con maneras fuertes a su predicación, mientras que son los paganos quienes acogen su predicación, con gran alegría sacudieron el polvo de los pies contra ellos, y se fueron… mientras los discípulos quedaban llenos de alegría y de Espíritu Santo (v. 52).

Interesante tomar en consideración la “estrategia” de los apóstoles para cambiar su modo de llevar a cabo la misión. Se necesita apertura de espíritu para contrastar el propio punto de vista con el querer del Espíritu Santo, y esto se llama humildad. Sí, humildad ante la Palabra de Dios, conscientes de que no somos dueños de tal Palabra sino humildes servidores.

Tomemos en consideración la respuesta de la Virgen María al ángel de la anunciación: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38).

El Cordero los apacentará y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas (Ap 7,17)

Jesucristo quiere hacernos partícipes de su intimidad y para esto nos pide que le sigamos de manera decidida. La visión es grandiosa: una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas. ¡Qué lejos quedan los particularismos! ¡Qué lejos queda el propio “yo”! Una muchedumbre inmensa está de pie, victoriosa, superada la prueba, “dando culto a Dios día y noche”.

El Cordero, es decir, Jesucristo, es el centro de la escena, en él descubrimos al pastor y al cordero, a la cabeza y al cuerpo de la iglesia. Nada hay que temer, ni la derrota ni el fallo, ni es necesaria la máscara de la hipocresía. Jesucristo nos promete la vida eterna y nos guía “hacia fuentes de aguas vivas”, que curan toda herida y “enjugará toda lágrima”.

¡Cuántas heridas, cuántas lágrimas en nuestro presente, en nuestro mundo, en la familia! Jesucristo, el Cordero, es nuestra fundada esperanza. Necesitamos unirnos a él, seguir sus pasos, vivir su vida, la que nos ofrece en la Eucaristía, la que nos identifica con él mismo.

Se habla de “la gran tribulación” y bien se puede referir a todas las luchas y persecuciones que la Iglesia experimenta a lo largo de su historia, también en nuestro tiempo, el tiempo en el que vivimos y somos protagonistas, llamados a dar el testimonio auténticamente cristiano y donde cada persona está llamada a dar su respuesta personal, apoyándose en la seguridad que nos ofrece el mismo Jesucristo, que está con nosotros hasta el final de los tiempos.

Jesucristo nos ama no tanto por lo que desearíamos ser sino por lo que somos ya ahora, sus discípulos, sus seguidores, sus apóstoles, sus enviados a este mundo tan necesitado de paz, de esperanza, de amor.

¿Cuál debiera ser mi respuesta como persona cristiana, como seguidora de Jesucristo? ¿Cómo afrontar las dificultades que encontramos en el camino de cada día? ¿De qué manera experimentar la presencia de Jesucristo para vivir nuestra fe y para ser testigos creíbles del Evangelio? ¿Qué me dice Jesucristo, el buen pastor? El Señor nos conoce; pero nosotros, ¿le conocemos de verdad? El Señor continúa ofreciéndonos su palabra y dándosenos en la Eucaristía. Espera nuestra respuesta: que le acojamos en nuestro corazón.

Hector de Los Rios