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Héctor De los Ríos L.
Nos ocupa este domingo la parábola de los talentos (San Mateo 25,14-30). Toda ella está construida a partir del tipo de relaciones que se establecen entre un patrón y sus tres siervos. Un discípulo se define como un “servidor”. Pero, ¿qué se espera que haga el “servidor”? ¿Qué tan importante puede ser lo haga o lo que deje de hacer? ¿Cuál es el destino del “servidor” fiel?
La historia es simple: un hacendado que, al ausentarse, le encarga grandes cantidades de dinero sus siervos. Aunque para nuestra sensibilidad contemporánea suena mal, se trata de un patrón y sus tres esclavos.
Con todo, la idea que se quiere transmitir es muy bella: somos servidores del Señor: le pertenecemos al Señor, pero esta pertenencia no es de dominación, él confía en nosotros, nos ve como prolongación de él mismo, capaces de hacer lo que él haría en el presente y aptos para compartir plenamente su vida en el futuro. La confianza es tan grande, que el Señor entrega sus propios bienes y no está ahí para vigilar ni decir en todo instante lo que hay que hacer; él cree en la buena conciencia, en la madurez y en las habilidades de sus servidores.
Somos criaturas de Dios, por tanto nuestra vida se hace plenamente tal en la comunión con aquel de quien proviene todo lo que somos y tenemos. Todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido. No nos dimos la vida ni tampoco nos daremos el destino final: todo es gracia. Incluso nuestras capacidades vienen de Él y es en el uso de ellas que nos jugaremos la realización plena de nuestra vida, una plenitud sobre la que Dios tiene la última palabra.
Sobre esta base se sitúa el tema de la “responsabilidad”.