La mujer cuadrúpeda

Por Editor 02 el Dom, 07/08/2011 - 4:00pm

Por Grosz

1. Juana Tobón (23 años)

Tenía 3 gatos persas y un apartamento para ella sola. Banda ancha a 4 k y un conocimiento avanzado en el uso de Torretnz. Su papá era abogado penalista en Popayán city y le pagaba arrendo en el barrio Centenario. Un apartamento de tres espacios. Matriculada en 5to semestre de ingeniería en la Universidad Javeriana y en clases de tenis, adonde nunca se apareció.

Sin problemas de dinero, uno no se esperaría que pudiera terminar con suculentas deudas, todas femeninas, por demás: Le debía casi un millón de pesos a una amiga de la universidad que le vendió tal cifra en productos de Yanbal. Debía, además, un viaje a Punta Cana que hizo sola, para celebrar que le habían contratado como profesora de inglés en un instituto del sur de la ciudad. La vida era fácil proyectada en créditos bancarios. Pero la piedad financiera tiene un límite. Uno muy estrecho.

Agotada mentalmente por las amenazas barriobajeras de los abogados de Comcel, la solución le llegó en boca de una de sus compañeras de carrera. Le dijo que se depilara, le brindó asesoría sobre el vestuario y le indicó que alguien la llamaría en la noche. Nunca mencionó algo acerca de prostituirse, eso quedaba claro en el subtexto.

Esa primera vez la recuerda con gusto. Por fortuna le tocó con un tipo al que se lo hubiera dado gratis. Igualito a Isaac Nessim, según su propio testimonio. Era un australiano, de paso por Cali, sin tiempo para conseguir una mujer hablando. Tal vez por esta primera experiencia reveladora, Ana escogió disfrutarlo a padecerlo y, literalmente, se devoraba a sus clientes.

No todo fue tan fácil para esta trabajadora incansable, sin embargo. Tras una semana en el oficio descubrió que no podía resistir más de 10 segundos de rodillas. Un problema severo en los meniscos le impedía adoptar poses que para el ejercicio de una ramera eran imprescindibles. Fue así que se empezó a quedar sin shampoo.

Había escuchado que el bálsamo era bueno para el dolor de las articulaciones, particularmente las de las rodillas. Incluso, le vendieron una cartilla de innovaciones médicas amazónicas, donde podría encontrar las fórmulas exactas de éste y otros trucos. La calle 13 estaba abarrotada de puestos de latón azul, allá en los 90, en los cuales uno encontraba manuales de toda laya, incluyendo algunos en idiomas tibetanos, sobre las propiedades curativas del té, el silencio y los rascacielos. Juana compró unos de estos manuales en los cuales buscaba desesperadamente una solución a sus problemas de rodilla. No se cepilla los dientes porque cree que una infusión de hortalizas peruanas le salvará la patria y las coronas, según el mismo manual. Los dientes los tiene… bueno… igual las putas no dan besos en la boca.

2. Marina Díaz Mena (28 años)

Hubo dos hombres en la infancia de Marina. Ninguno de los dos, sin embargo, llegó a ser infante de marina. Fueron playeros rasos. Uno fue su tío Braulio, pescador, el otro… su padre, Salvador, lanchero. Su madre murió en un accidente marítimo, cuando un barco que llevaba madera para el Valle zozobró en las playas del Cauca.

Ayudaba a su papá en las tardes y en las mañanas intentaba aprender las cuestiones académicas de la escuela primaria. Le era imposible concentrase en las cifras y las oraciones. Tampoco quería quedarse haciendo siempre lo mismo, así que se fue de viaje. Trabajó en las playas de Bazán durante la bonanza cocalera en las montañas. Fue a las montañas cuando pagaban triple el turno a los lancheros. Aprendió a estar siempre en el lugar equivocada a la hora exacta. Despertaba cuando el cometa ya había pasado. Acostumbrada a su desfase espacio temporal se quedó ahí hasta que cumplió 20.

Una secuencia de masacres paramilitares la regresó a Tumaco, de donde no pudo moverse en tres meses. La pena máxima le llegó por otro lado. Su tío Braulio, del que se rumoraba se había involucrado con guerrilleros, fue amenazado de muerte. Su padre y ella, que convivían con él, también estaban planillados. Eso significaba una sola cosa: había que salir rápido de ahí. Escondida en su propia casa se preguntaba cuánto tardarían en llegar. Su padre le dijo que se fuera, que él no podía moverse de ahí. Sabían que el comandante de las milicias de su barrio en la playa había intervenido las carreteras que salían hacia pasto y revisaba a todos los que venían de Barbacoas. Imposible de seguir, la ruta que le había recomendado su padre fue desechada. En su lugar, siguió el consejo de su ex - novio, quien le pidió que no se arriesgara y subiera en lancha hasta Buenaventura. El viaje es tortuoso. Las lanchas salen desde Tumaco hasta las 6 de la tarde. Después los paras tiene prohibida la navegación. Todos saben que en horas de la noche salen las naves cargadas de merca para el norte. De cada estero y de lo que queda de los manglares uno ve surgir lanchas rápidas que se pierden en el océano de un negro azulísimo.

Llegó a Buenaventura y el mismo día acudió donde una prima que le dio posada. Un mes más tarde su prima consiguió empleo con empleada doméstica en Cali y Marina la siguió, esperanzada en encontrar algo similar. Esperó dos meses y nada. No había de otra: de alguna forma todas saben a dónde ir. Se fue de tour por bares y grilles del centro y esa misma noche le ofrecieron empleo. Tenía el lomo fuerte y las caderas de un alce. Este diciembre cumple 8 años de trabajar en el centro de Cali. Siempre en locales, nunca en la calle. Las noches tan parecen heladas que se niega a andar mostrando el culo por ahí. Cosas del clima.

3. Melissa Barón (33 años)

A Melissa los vecinos desempleados del barrio Belalcázar la vieron dar sus primeros pasos, que seguramente no fueron tan estilizados como los que da ahora. En el segundo tiempo de su vida, después de haber salido del colegio, donde sufrió tantas vergüenzas por su modo de vida disipado,

No hubo razón, simplemente comenzó a salir a las 11 de la noche de la casa. No podía dormir y si se quedaba en la cama era capaz de quedarse ahí hasta que llegara la hora del colegio. Así que salía, abriendo despacio la puerta y cerrándola con manos de algodón. En la calle, en las madrugadas del barrio donde casi siempre era la única mujer, conoció a Martillo, un pelagatos de la cuadra del lado que sufría cuando la veía pasar hacia el colegio. El hombre se obsesionó con ella y la comenzó a seguir por las noches cuando salía. No le decía nada, iba tras de ella en silencio. Hasta que una noche, en una fiesta la invitó a dar una vuelta. Fue el último día en el que sus padres la conocieron como Soraya, precisamente porque esa noche se convirtió en su novia, lo que a efectos prácticos, vendría siendo contratarla como empleada, algo de lo que Melissa no tardaría en enterarse.

Al comienzo de la relación los celos William les jugaron malas pasadas. Los sentimientos de inferioridad que Soraya sentía en William eran de verdad. El hombre no podía si quiera soportar la idea de que su mujer saliera a la calle, al punto de que aceleró las cosas y le sacó una pieza en el 7 de Agosto. No había problemas de dinero de momento, Soraya vivía bien con William y a él no le preocupaba su insomnio. Pasaba las tardes enteras comiéndose entre ellos. El problema empezó cuando Martillo perdió su empleo en la olla del barrio. El tipo no sabía trabajar y no era suficientemente agresivo para atracar en la calle. Así que, de un momento a otro, Melissa empezó a salir en busca de algo con que sostener la casa. No se especifica si esto ocurrió porque no había nada o porque no buscó bien, pero no encontró empleo. Así que el mismo William le propuso una solución, una que Melissa aceptó en silencio. Convivieron así varios años, para sorpresa de ambos. El único oficio de William era el de cobrar el dinero y jugar en el equipo de San Judas. Melissa llegó a ver este acto de sometimiento proxeneta como algo parecido al amor y fue agradecida, hasta que William cometió el peor de los crímenes: por jugar un partido en Palmira no fue a su cumpleaños. De hecho, ni lo mencionó. Por alguna extraña razón ésta sino se la pasó. Haberla convertido en una puta es una cosa que podía perdonarle, pero que la ignorara, que no se ocupara de ella era el final de todo. Por primera vez, Soraya no le tuvo miedo a William y le dijo, tranquilamente, que se iba: "¿Vas a dejar de ser una puta?" "No, pero ahora me quedó con el billete yo, marica"

 


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